Entrada del Señor en Jerusalén (20-3-2016)

ENTRADA DEL SEÑOR EN JERUSALÉN           

     Queridos hermanos en el Señor:      

     Os deseo gracia y paz.            

     El Domingo de Ramos es como un fragmento que se abre a la eternidad, como un rayo de luz en medio de un largo recorrido. El Domingo de Ramos no es un signo vacío, ni un simple recuerdo de un acontecimiento del pasado. Es el gran pórtico de la Semana Santa. Es un punto de partida, una porción de tiempo que dirige nuestra mirada hacia Cristo y con Cristo.  Salimos gozosos al encuentro del Señor. Nos alegramos de recibirle. Le preparamos una cálida acogida. Disponemos nuestros corazones para estar junto a Él. Le reconocemos como nuestro Señor y nuestro Dios. Él ha recorrido los senderos de nuestra historia acercándose a nuestras fatigas y compartiendo nuestros dolores. Hemos escuchado con avidez sus palabras de vida eterna. Con Él hemos visto brotar la vida. Él sana nuestras heridas y nos cura de nuestras enfermedades, especialmente de aquellas más profundas y escondidas, como pueden ser el desánimo y la desilusión. Él nos da nuevo aliento, y en su presencia amanece constantemente un nuevo día cuajado de esperanza. Él abre para nosotros un futuro renovado.  Hoy alzamos nuestros ramos en honor de Cristo. Le acompañamos aclamándolo con cantos y le pedimos que nos conceda entrar en la Jerusalén del cielo. Sabemos que reconocerle hoy entre júbilo y alabanzas nos compromete a caminar tras sus pasos en los momentos determinantes de la pasión. Queremos hacerle compañía cuando todos le abandonen, cuando experimente el dolor físico de los latigazos, la ignominia del desprecio y el sufrimiento de la soledad.  Llegará un momento en que lo contemplaremos como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza, sin aspecto atrayente, despreciado y evitado. Se presentará ante nosotros como hombre acostumbrado a sufrimientos. Él aguantará nuestros dolores, será traspasado por nuestras rebeliones y triturado por nuestros crímenes.      

        Queremos seguir reconociéndole cuando lo veamos desfigurado y maltratado, cuando pronuncien contra Él palabras injuriosas y se haga definitiva la sentencia condenatoria. Queremos que no se extinga el eco de nuestros vítores, y que las palmas y los ramos de olivo no se caigan de nuestras manos en una precipitada huida.       

         Deseamos seguir oyendo su voz cuando se haga oración profunda, casi imperceptible, en sus labios extenuados. Queremos continuar confiando en Él, porque sabemos que solamente Él es el camino, la verdad y la vida. Su sendero ha de ser transitado por nosotros, en un recorrido que es camino hacia la cruz. La verdad es su misma persona, sus obras, sus milagros, sus palabras, su dolor. Sólo Él tiene palabras de verdad y de vida. Junto a Él descubrimos el sentido del vivir. Él da coherencia a nuestras decisiones y otorga consistencia a nuestra esperanza.      

         Señor Jesús, varón de dolores, hoy te invocamos diciendo: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Seguimos tus huellas para acompañarte en tu pasión de amor y tu muerte. Y, en la meta de nuestra peregrinación, te reconoceremos como Señor Resucitado.               

          Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca.

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