Quien practica la misericordia no teme a la muerte (19-6-2016)

“QUIEN PRACTICA LA MISERICORDIA NO TEME A LA MUERTE”

      Queridos hermanos en el Señor:  

      Os deseo gracia y paz.

      La fe surge de un encuentro personal con Jesús que llega a lo más profundo de nuestro ser, un encuentro que da una nueva orientación y un nuevo sentido a toda la vida. Este significativo acontecimiento es posible gracias a la comunidad de fe en la que hemos nacido, la comunidad eclesial que nos acompaña con los sacramentos, que nos alimenta con la Sagrada Escritura y nos incorpora a la fraternidad con todos y al servicio de los más necesitados, con los que Jesucristo se identifica especialmente. Al repasar nuestro recorrido vital nos damos cuenta de que sin la Iglesia no hubiésemos podido encontrar a Jesucristo.  Los cristianos aprendemos en la Iglesia que Jesucristo es el Hijo de Dios, que ha venido a dar su vida para abrirnos a todos el camino del amor. El sendero más seguro consiste en recuperar el genuino sentido de la caridad cristiana, haciéndonos partícipes de las miserias corporales y espirituales de nuestros hermanos.      

     El Papa Francisco dijo en cierta ocasión: “Quien practica la misericordia no teme a la muerte. ¿Por qué no teme a la muerte? Porque la mira a la cara en las heridas de los hermanos, y la supera con el amor de Jesucristo” (Audiencia general, 27 de noviembre de 2013).      

     En el rostro sufriente de muchos hermanos vemos retazos de muerte, vestigios de ocaso, huellas de sombra, anticipos de un apresurado anochecer. En las heridas de los hermanos vemos cara a cara a la muerte que nuestra sociedad oculta y niega para que no nos cause miedo. Pero solamente el amor puede abrirnos un horizonte que va más allá de la vida presente. Leemos en la Primera Carta de san Juan: “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3,14). Y también: “En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos” (1 Jn 3,16).       En nuestro interior anida un deseo de infinito, una nostalgia de eternidad, un anhelo de vida plena. A nuestro alrededor contemplamos dolores y enfermedades, limitaciones y sufrimientos, carencias y debilidades, injusticias y tragedias. Somos semejantes a frágiles imágenes de arcilla, ennegrecidas por la falta de esperanza y envejecidas por el paso del tiempo. En muchas ocasiones, nuestras redes están vacías, después de mucho esfuerzo y tenacidad. Nos hacemos muchas preguntas y no encontramos respuestas satisfactorias.      

    Y Dios llega a nuestra orilla de un modo nuevo cada día, para acompañar el misterio de nuestros fracasos, irradiando la luz y el calor que necesitamos, y despertando en nosotros el deseo de caminar por un sendero inédito. Él bendice y refuerza nuestros deseos de bien, reaviva y alimenta nuestra fe; ilumina y consolida nuestra esperanza, y suscita y anima nuestra caridad.      

    El profeta Jeremías nos comunica el designio de Dios: “Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza” (Jr 29,11). El amor de Dios nos levanta, nos sostiene y nos guía. Nos levanta de nuestra somnolencia y nuestra postración; nos sostiene en el esfuerzo cotidiano y en la perseverancia imprescindible para seguir avanzando; nos guía dándonos orientación y criterio, fortaleza e impulso.             

   Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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