Carta a los jóvenes: Y despue´s de la muerte ¿qué? (29-1-2017)

CARTA A LOS JÓVENES: Y DESPUÉS DE LA MUERTE, ¿QUÉ?

       Queridos jóvenes:            

       Vuestra propia juventud os mantiene con gran vitalidad, llenos de energía y en plenitud de condiciones físicas. Aunque, de vez en cuando, os encontráis con un misterio inesperado: la muerte de un ser querido (abuelos, tíos, familiares), o de un vecino del portal, o incluso de un compañero de clase.       Cuando alguien muere, al volver a casa notáis que en el edificio hay un ambiente distinto: vuestra familia está triste, o veis las lágrimas aflorando en las mejillas de vuestros vecinos, o sentís en clase la conmoción producida por una grave enfermedad o un accidente de tráfico que han acabado con la vida de alguien con quien compartíais muchas horas.       

       El Papa Francisco escribió en su primera encíclica, titulada Lumen fidei: “Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz” (LF 57).       

      Hay momentos en los que no podemos acallar nuestro dolor, pero sí podemos experimentar una presencia que nos acompaña y es posible dirigir hacia Dios una mirada, aunque sea limitada y pobre, para encontrar en Él refugio, consuelo, fuerza y esperanza. En medio de toda historia de sufrimiento puede haber un resquicio de luz.      

      En realidad, la pregunta más apropiada es: “Y después de la muerte, ¿quién?”. Porque la muerte no es una ventana que nos lanza hacia el vacío, sino una puerta que nos abre a un encuentro con una Persona que nos ama, nos espera y nos acoge con misericordia. Todos hemos sido creados por amor y para amar, y el amor es más fuerte que la muerte.      

      Cuando morimos, no desaparece el yo personal, ni nos reencarnamos en otro ser (una planta, un animal), ni pasamos a formar parte de las energías que mueven al universo. Después de la muerte seguirás siendo tú, con tu historia, con tu trayectoria, con todo lo que hayas sembrado de amor, de alegría y de esperanza. Tus obras buenas permanecerán para siempre. Todo lo que hayas hecho de modo imperfecto podrá ser perdonado por Dios, que es misericordioso y cuyo amor es eterno.      

      Los primeros cristianos, como también hacemos nosotros, se preguntaban: “¿Con qué cuerpo resucitaremos?”. Y san Pablo les proponía una imagen. En la Primera Carta a los Corintios nos dice que lo que se siembra no recibe vida si antes no muere. Es preciso que la semilla caiga en tierra y muera para que dé fruto. Por ejemplo, sembramos un simple grano de trigo, y crece una espiga. Así también nosotros, estamos llamados a resucitar con un cuerpo glorioso, que no se corrompe, un cuerpo lleno de fortaleza (cf. 1 Cor 15,35-37.42-44).      

      Morir significa dar un salto hacia una felicidad infinitamente mayor, donde ya no hay tristeza ni muerte, ni llanto, ni luto, ni sombra de sufrimiento, y donde todo es vida, luz y alegría sin fin.         También a ti te dice el Señor, como dijo a Marta, hermana de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Jn 11,25-26). Jesús te dice a ti: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). Y añade: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6).      

      Cuando alguien muere no debemos preguntarnos: ¿por qué la muerte?, sino: ¿para qué la vida? Es decir: ¿Cómo aprovechamos la vida?; ¿cómo vivimos?; ¿cómo agradecemos el regalo de la vida?, ¿cómo damos fruto en la vida de modo que sea fecunda, útil y provechosa?               

      Recibid un cordial saludo en el Señor junto con mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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