Jesucristo nos enseña a ver (26-3-2017).

JESUCRISTO NOS ENSEÑA A VER

       Queridos hermanos en el Señor:     

       Os deseo gracia y paz.

        A veces miramos distraídamente, sin percibir más que detalles separados de la realidad que nos rodea. Ver es percibir algo con los ojos mediante la acción de la luz. Pero también es percibir con la inteligencia, comprender, observar, comprobar, considerar, examinar, poner atención, darse cuenta de algo.  Jesucristo nos enseña a ver con sus ojos. En primer lugar, abre nuestros ojos, demasiado acostumbrados a los destellos fugaces, a las luces engañosas, a las falsas apariencias, a los brillos postizos, a las tinieblas densas y a las oscuridades.      

        Jesús abre sus ojos mirando hacia el cielo, para enseñarnos a dirigirnos hacia lo alto y experimentar el contacto vivo con su Padre. Mira a su alrededor para comunicarnos asombro ante las florecillas del campo y las aves del cielo que no siembran ni hilan. Sus entrañas se conmueven cuando contempla el sufrimiento, la soledad y el desamparo de quienes le rodean. Su escrutadora mirada va más allá de la superficie y descubre las intenciones ocultas en la profundidad de los corazones. Mira con amor a los que elige para que estén con Él y para enviarlos a anunciar la Buena Nueva, con poder para expulsar a los demonios. Mira con ojos de perdón a quienes le crucifican. Mira a su Madre y al Discípulo amado para fundar una nueva comunidad basada en el amor y en el encuentro entre la Madre y los hijos.       

        Jesús nos cura de nuestra ceguera más radical que consiste en pensar que vemos, cuando, en realidad, estamos ciegos. Como consecuencia de la sanación, nuestros ojos se van acostumbrando a una luz cada vez más intensa. Al principio lo ignoramos todo o casi todo sobre Él. Tal vez le conocemos de oídas, o de “leídas”, desde una experiencia ajena a nosotros y no suficientemente asimilada. Luego intuimos que, en su deslumbrante personalidad, acumula la sabiduría que viene desde antiguo y que es capaz de pronunciar palabras que nunca nadie proclamó anteriormente, palabras cargadas de profecía. Y que puede realizar milagros que son signo y presencia del Reino nuevo y definitivo de Dios en medio de nosotros. Finalmente, nos postramos delante de Él para decir, con sencillez: “Creo, Señor”. O para susurrar: “Señor mío y Dios mío”.        

      En ocasiones, no sabremos decir más que una cosa: “solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Y podremos ser testigos de que, desde entonces, todo nos habla de Él: el sol, la luna y las estrellas; cada amanecer y todo atardecer; el viento suave y la tormenta borrascosa; las montañas y los ríos; los animales domésticos y la naturaleza salvaje; el niño recién nacido y los ancianos abandonados y entristecidos; el adolescente desconcertado y los jóvenes inquietos; los pecadores que buscan misericordia y los santos que reflejan una luz desconcertante. Todos los acontecimientos nos hablan de su presencia y todo lo que nos rodea lleva impresa su huella legible, palpable, tangible.         

        Como el ciego de nacimiento, también nosotros nos encontraremos con personas a cuyas preguntas no sabremos responder. Preguntas malintencionadas, interrogantes de doble filo, carentes del deseo de saber y deseosas de sumergirse en la espesura del no saber. Y repetiremos: “solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Veo con una luz que no me pertenece y que me envuelve. Veo lo que nunca pude imaginar. Veo a quien he estado buscando sin saberlo. Veo porque Él me ha buscado y me ha encontrado. Veo porque Él me dijo que fuese a lavarme a la piscina del Enviado. Y me he sumergido en aguas cristalinas que me han abierto la posibilidad de ver. Y he vuelto con vista.          

       Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca.

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