Jesucristo nos da la vida (2-4-2017)

JESUCRISTO NOS DA LA VIDA

      Queridos hermanos en el Señor:      

      Os deseo gracia y paz.

      Durante los domingos 3º, 4º y 5º de Cuaresma, los textos del evangelio según san Juan, que proclamamos en la liturgia del ciclo “A”, nos presentan realidades muy próximas a nuestras vidas. La samaritana, el ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro nos permiten crecer en el proceso de nuestra fe a partir de tres perspectivas: la sed y el agua, la ceguera y la luz, la vida y la muerte.      

      La resurrección de Lázaro y la de Jesús son diferentes. Jesús resucitará hacia delante, hacia la vida eterna; Lázaro, por el contrario, resurge hacia atrás, hacia la vida de antes. Jesús resucitado, dejará el mundo; Lázaro permanece en este mundo. Una vez resucitado, Jesús ya no muere más; Lázaro sabe que deberá morir todavía.      

       La resurrección de Lázaro es provisional, terrena. Por eso, algunos hablan de “revivificación”. Lázaro es restituido al cariño de su familia. Es un hombre nuevo. Sabe que hay algo más fuerte que la  misma muerte. 

      Con la narración de Lázaro descubrimos que hay una resurrección del cuerpo y una resurrección del corazón; si la resurrección del cuerpo ocurrirá “en el último día”, la del corazón puede suceder cada día.       Jesucristo nos dará vida eterna si escuchamos su palabra y caminamos detrás de Él. Y también nos devuelve a la vida cuando descubrimos zonas necrosadas, adormiladas o moribundas en nuestro interior.

      Jesucristo nos da vida; nos hace partícipes de su aliento vital; nos devuelve la respiración cuando experimentamos ahogo; nos da fuerza para seguir caminando cuando pensamos que no merece la pena continuar; cicatriza las heridas de nuestro corazón vulnerable, azotado por incomprensiones, desprecios y fracasos; despeja el horizonte y mantiene viva la esperanza cuando los nubarrones son más espesos y nos agobia la oscuridad;  fortalece nuestras articulaciones doloridas; robustece nuestro ardor evangelizador; impulsa nuestro espíritu misionero; nos apoya y sostiene en nuestros titubeos y vacilaciones.      

       En la escena del evangelio, las hermanas de Lázaro mandan recado a Jesús diciendo: “Señor, el que tú amas está enfermo” (Jn 11,3). Hay muchas personas que nos conocen, nos aman y descubren nuestras enfermedades y dolencias. Desean que entremos en contacto con el Señor para que escuchemos su voz sanadora. La palabra que nos despierta, nos anima, nos acompaña, nos asegura la certeza del triunfo de la vida, nos reconforta, nos ilusiona, nos restablece en nuestra dignidad.      

      Una palabra que se convierte en fuente de vida que brota a borbotones. En ocasiones, es vida serena y apacible como un río que discurre en medio de la llanura. En otros momentos, es torrencial y desbordante. Hay días en que nos sentimos auténticamente vivos en un mundo atrapado por la muerte, esclavizado por el odio, dominado por la violencia, anestesiado por la mentira, sometido a la injusticia y encerrado en la soledad. Realmente vivos, aunque sepultados.      

      Jesucristo se acerca a nuestro sepulcro vital y grita con voz potente: “sal afuera” (Jn 11,43). Así nos hace salir de nuestros abatimientos y rutinas, de los espacios que nos cercenan, de los ambientes que podan nuestras posibilidades, de las tumbas que arruinan nuestra esperanza, de las opresiones que nos rodean. Nos reintegra a la vida familiar, nos incorpora a la comunidad de sus discípulos misioneros y nos integra en su camino después de decir a los que están con nosotros: “Desatadlo y dejadlo andar” (Jn 11,44).     

      Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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