¡Levántate! (5-11-2017)

¡LEVÁNTATE!

      Queridos hermanos en el Señor:      

      Os deseo gracia y paz.

      Con la llegada de los primeros días de frío, las calles de los pueblos se quedan vacías. La solemnidad de Todos los Santos y especialmente la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos marcan un hito en el calendario de muchas localidades. Algunas personas han prolongado su estancia en las pequeñas poblaciones aprovechando el tiempo cálido que se resiste a abandonarnos.       

       Han pasado los meses en los que se oían risas y cantos en las plazas. Han transcurrido veloces las jornadas en las que se celebraban fiestas bulliciosas. Llegan los días de silencio y de soledad. Están a las puertas los meses que hielan las entrañas.      

       Y este es el momento propicio, la ocasión favorable para que los pocos habitantes de los pueblos reducidos a la mínima expresión sientan el apoyo y el aprecio de la Iglesia. Allí donde haya un fuego encendido, allí donde se encuentren personas necesitadas, envejecidas y aquejadas de múltiples enfermedades llega el gozoso anuncio de que no están solos. Cuentan con nuestra presencia. Sencillamente tratamos de hacerles ver que Jesucristo no les olvida.      

       Cuando los hijos viven lejos porque el trabajo en las pequeñas localidades es escaso. Cuando los nietos crecen en otros ambientes más favorables para su educación. Cuando las administraciones retiran servicios que no resultan rentables. Cuando las condiciones de supervivencia se reducen al hogar, que en muchas ocasiones es austero. Cuando puede parecer que todos dan la espalda a los ancianos. Cuando no hay motivos objetivos para la esperanza. Cuando la soledad alarga su sombra amenazante. Entonces, justo entonces, es cuando resuena una voz amiga que anuncia un mensaje de alegría y que hace posible el encuentro con el Señor de todas las soledades y de la mejor compañía. El Señor que alimenta a los hambrientos de pan y de justicia. El Señor que sacia a los sedientos de amor y de acogida. El Señor que escucha incondicionalmente y que tiene palabras de vida eterna.      

         En Jesucristo se encuentra la respuesta a todos los interrogantes, porque Él es comparte nuestras soledades y nuestros gozos. Él sabe lo que es el abandono total, la amargura desafiante, el anochecer de la vida, el oscurecimiento de las esperanzas pasajeras, el rechazo y la incomprensión. Él tiende su mano amiga para sostener las rodillas vacilantes. Él mantiene viva la llama humeante. Él nos invita a contemplar cada amanecer como el inicio de una nueva creación.      

         En los Hechos de los Apóstoles hay una conmovedora escena en la que Pedro y Juan suben al templo de Jerusalén a la oración de las tres de la tarde y ven traer a cuestas a un lisiado de nacimiento a quien colocaban a la puerta del templo para que pidiera limosna. El enfermo esperó recibir un donativo, pero Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda” (Hch 3,6). Y el lisiado quedó curado y entró en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios.           

         La comunidad eclesial no lleva a los pueblos la plata y el oro que no posee. Pero, en nombre de Jesús de Nazaret, pronuncia una palabra de aliento: ¡levántate! Una palabra que invita a salir del abatimiento y de la postración. Una cálida palabra de amor, llena de ternura y de misericordia. Una palabra cargada de consuelo y de esperanza. Una palabra capaz de devolver la dignidad. Una sencilla palabra que pone en movimiento. Una palabra que no es propia, sino que es pronunciada en nombre del Señor.      

       Y las personas mayores, cuando las hojas de los árboles hayan desaparecido y cuando no se oigan ecos de diálogos por las calles, podrán oír la voz profunda, sanadora y reconfortante de Jesucristo. 

      Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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