En camino hacia la Pascua (25-3-2018)

EN CAMINO HACIA LA PASCUA
     
      Queridos hermanos en el Señor:
      Os deseo gracia y paz.
       Durante el tiempo de Cuaresma nos ha guiado la luz de la Pascua. El ayuno, la oración y la limosna nos han ayudado a reorientar nuestras vidas hacia el Señor. Nos han permitido volver nuestra mirada hacia Él, regresar a Él, abandonar los senderos de la inercia, la comodidad y el desencanto.
      Ahora, hemos de vivir con intensidad creciente los misterios centrales de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ahora está más cerca la Pascua: la de Cristo y la nuestra. Por eso, es conveniente que escuchemos con mayor atención e intención las palabras que Él pronuncia. Es imprescindible que aprendamos el significado y el valor de su silencio. Es necesario que captemos el sentido de cada uno de sus gestos y la profundidad de sus acciones. 
      No podríamos sumergirnos en el contenido de las celebraciones en las que vamos a participar sin discernir su relevancia. Estamos dispuestos a salir al encuentro de Jesús con las palmas de nuestra alegría y los ramos de nuestra gozosa acogida. Y deseamos acompañarle cuando instituye la Eucaristía y cuando formula el nuevo y definitivo mandamiento del amor fraterno. Queremos agradecerle la institución del sacerdocio. Cuando lava los pies de sus discípulos, nos sentimos comprometidos a imitar su actitud de servicio, a hacer nuestro su estilo de vida, a vivir como Él vive, a amar como Él ama, a servir como sirve Él.
      Nos gustaría asociarnos a la angustia y la densidad de su condición orante. No queremos asistir como meros espectadores pasivos en los momentos en que es incomprendido, rechazado, maltratado, golpeado. Nos duelen sus heridas y nos afligen sus llagas.
 Nos conmueve su capacidad de perdón cuando es elevado en la cruz. ¡Qué gran misterio el de la cruz! El mayor signo de ignominia convertido en la máxima expresión del amor. Un par de troncos convertidos en símbolo de un árbol fecundo de donde brota nueva vida. Ya no miramos con añoranza aquel árbol del Edén que propició el primer pecado. Hay un nuevo árbol que es un ilimitado manantial de perdón y de esperanza. La cruz no es la negación de la vida, sino que es el “sí” de Dios a la humanidad. La cruz es fuente de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de reconciliación y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito.
      Agradecemos la delicadeza de Jesucristo cuando nos confía, como hijos, a su Madre. La experiencia primordial del amor materno se hace realidad tangible, visible y cotidiana. No estamos solos. La Virgen María nos mira con ojos misericordiosos.
      Compungidos, vemos brotar del costado de Cristo la sangre y el agua. Y las identificamos con la vida sacramental que surge de la eucaristía y del bautismo.
      Nos quedamos mudos y apesadumbrados cuando lo descuelgan de la cruz. Sentimos una tristeza de muerte cuando lo sepultan. Guardamos silencio respetuoso cuando las tinieblas del mundo siguen acechando a la humanidad.
      Y, en el fondo, surge el destello incandescente de la luz pascual de la cual ya no querremos separarnos. La pasión y la muerte de Jesucristo desembocan en la vida. El misterio pascual no sólo es un suceso cumbre, es la recreación de una nueva humanidad, la institución de una nueva forma de vida y convivencia, de un nuevo estilo de ser y de amar.
       Y le pedimos al Padre, que nos abre las puertas de la vida por medio de su Hijo, vencedor de la muerte, que nos conceda a los que celebramos la resurrección de Jesucristo, ser renovados por su Espíritu, para resucitar en el reino de la luz y de la vida.
     
      Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca.

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