Pentecostés (12-6-2011).

PENTECOSTÉS

 Queridos hermanos en el Señor:
      Os deseo gracia y paz.
     
      En Pentecostés se produce una manifestación excepcional de la acción del Espíritu Santo, que se manifiesta con diferentes símbolos, muy significativos.
      1) El primero es el viento. La palabra hebrea “ruah”, que traducimos por “espíritu”, significa también viento. Como sopla el viento, así también el Espíritu. El dinamismo del Espíritu es inigualable y, si en nuestra vida somos dóciles a su acción, también nosotros podemos tener una fuerza inagotable.
      En Pentecostés se celebra la manifestación de la Iglesia como consecuencia de un “viento recio”. La Iglesia aprende a caminar con decisión. Un grupo de hombres paralizados por el miedo, atrincherados en una estancia para defenderse del mundo exterior, se llenan del Espíritu y comienzan a comunicar las “maravillas de Dios”. Los hombres de Pentecostés, “hijos del viento” (así eran llamados los monjes antiguos), no se preocupan por reforzar puertas y ventanas, sino que las abren de par en par.
      2) El segundo símbolo es el del fuego. El Espíritu no sólo nos pone en movimiento exteriormente, sino que nos comunica también un ardor interior. Se trata del ardor del amor, una dinámica interior, profunda, que nos impulsa a realizar obras de servicio y de entrega.
      Y la Iglesia, surgida del viento del Espíritu Santo, recibe en depósito el fuego, un fuego que se confía a los Apóstoles, que les penetra íntimamente (“unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno”: Hch 2,3). El Espíritu, más que llenar el cerebro de aquellos hombres, más que llenarles de ideas, les incendia el corazón. Es un fuego que enciende una pasión devoradora, incontenible. Algo de esto sabía Jeremías cuando escribe: “Era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos; me esforzaba por contenerlo, pero no podía” (Jr 20,9).
      Los Apóstoles, después de Pentecostés, son unos “apasionados”, están encendidos por una pasión: pasión por Jesucristo, pasión de amor. La presencia del Espíritu Santo significa el contagio del fuego (“mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro”, “infunde calor de vida en el hielo”, decimos en la Secuencia de este día). Los Apóstoles, además de abrir las puertas a la irrupción del viento, se han dejado quemar por el fuego.
      3) El tercer símbolo es el de las lenguas. El Espíritu hace hablar. Estaba ya presente en el Antiguo Testamento, cuando inspiraba a los hombres de Dios, como decimos en el Credo; “Y que habló por los profetas”.
      El don de lenguas implica comunicarse de verdad con el otro, ser capaz de entrar en sintonía con él, interpretar sus esperanzas, despertar un deseo profundo, suscitar una nostalgia. Hablar al otro significa encontrarlo en la verdad de su ser “único”, en la concreción de su situación particular. Una cosa es “tomar la palabra” y otra hacerse escuchar. No basta tener algo que decir. Es necesario hacerse entender.
      El don de lenguas implica no sólo la ciencia, la habilidad, del hablar, sino también la capacidad, más difícil, de saber escuchar. No basta hablar en la lengua del otro, es necesario saber escuchar al otro que habla su lengua. La palabra eficaz está investida de la fuerza del Espíritu Santo (“riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero”, sigue diciendo la Secuencia).
     
      ¡Feliz Pentecostés!
      Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+ Julián Ruiz Martorell, obispo de Huesca y de Jaca.

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