UNA VIRGEN, POR NOMBRE, MARÍA
“Al sexto mes…”, de la concepción de Juan el Bautista Dios decide de nuevo entrar en la historia de los hombres. Lucas nos ha presentado en paralelo las vidas de Juan y de Jesús. Primero se anunció a Zacarías que Dios cumpliría sus promesas y les concedería un hijo. Así se verificó cuando Isabel concibió a su primogénito (Lc 1,24). Ahora el relato de la Anunciación ya no se hará en el Templo, como en el caso de Zacarías. Ahora la escena se ha desplazado a una ciudad (¡diminuta!) de Galilea, a Nazaret. Pudiera parecer que la madre del hijo de Dios tendría que haber sido elegida en Jerusalén, entre las damas de la alta nobleza. Pero no. Dios rompe siempre los moldes de los hombres. Dios encontró en un rincón, casi del fin del mundo, una mujer sin mancha (inmaculada), una mujer creyente, desposada con un José, que era de la casa de David, asegurando así la continuidad con la esperanza mesiánica que desde antiguo Dios había confíado a la descendencia del rey David. El Señor está contigo María, Él te ha elegido, no temas, que tu corazón rebose de alegría. La misión de este niño será salvar al mundo de las tinieblas. Traerá la luz de Dios a la humanidad. Y esta luz no se extinguirá ya nunca, su reino durará para siempre. ¿Qué pasaría por el corazón de María cuando escuchó las palabras del ángel? María era como nosotros, una mujer, una doncella. Jovencísima. Apenas habiendo experimentado la belleza de la existencia. Sabemos que la juventud está llena de generosidad, de capacidad de entrega. María, con toda su vida por delante, tendría también sus planes y proyectos pero decidió dejarlo todo a un lado. Una vez que el ángel le solucionó su reparo, “¿cómo será esto pues no conozco varón?”, María ya no dudó. Este nacimiento iba a ser único y singular, no con concurso de varón, como en el caso de Isabel y Zacarías, sino por obra del Espíritu Santo, del poder y la fuerza de Dios. Un niño singular (sólo Cristo será hijo de Dios y Dios mismo), pedía un nacimiento y una concepción singular e irrepetible y, consecuentemente, una madre singular, inmaculada, sin mancha alguna. Ésta es María, que no se guardó nada para sí. Se le concedió a María un signo de que la Palabra de Dios es siempre eficaz y realiza lo que promete. Es el signo del hijo concebido por Isabel en su vejez. Esta prueba María no la había solicitado. Seguro que ya no le hacía falta, pues había ya decidido decir que sí. Y así pronunció las palabras que han cambiado la historia de los hombres. Pronunció su: “hágase”, adelante Señor me fío de Ti, aquí tienes mi vida entera, para lo que Tú quieras. María, mujer fuerte y generosa que supiste someter tus miedos a la confianza absoluta en los planes de Dios, intercede por todos nosotros. ¡Ojalá que podamos aprender de ti! De tu ejemplo. De tu generosidad. De tu fortaleza. De tu limpieza. Y de tu fe.
Rubén Ruiz Silleras.