Comentario evangélico. Domingo de Ramos, ciclo C.

De la negación a la afirmación     

       Dicen que el diablo es el que siempre niega. Al menos eso es lo que dice de sí mismo el Mefistófeles de Goethe: “Soy el espíritu que siempre niega y con razón...”. Negar y renegar son acciones desgraciadamente presentes en la historia. A cuántos se les ha negado, negándoles la existencia -y no estoy hablando de una negación teórica-; a cuántos se les ha negado, negándoles la dignidad. Y en este negar, cuántas veces se ha hecho “con razón”. El Sanedrín lo dictamina de Jesús, cuando pregunta “¿qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca”. Razón suficiente, el que se haya declarado Hijo de Dios, para negar su divinidad y, en consecuencia, negar su existencia sometiéndolo a la muerte de Cruz. Vaya insensatez. Y sin embargo esta insensatez, esta negación, esta maldad diabólica tiene materia de sobras para que Dios Padre, en menos días que tardó en crear, pueda recrearlo todo.
      Cruz. La negación de la divinidad de Jesucristo por parte de los seres humanos, la negación hasta su muerte, trae tinieblas y oscuridad. Trae división: “el velo del templo se rasgó por medio”. Sin embargo, esta división y esta oscuridad tan reales engendrarán comunión y luz de fe. El primer agraciado parece que es el centurión que, ante la expiración del Señor, “daba gloria a Dios” y decía “realmente este hombre era justo” o, como escriben san Mateo y san Marcos, “realmente este hombre era Hijo de Dios”. El fruto inmediato de un Dios que se ofrece por amor es la afirmación. Quizá este centurión sea el primero que quedó limpio por la sangre del Cordero. Literalmente, un baño. Pero nosotros no estamos lejos de este baño sanador: lo proclamado en asamblea litúrgica, ¡en iglesia!, sucede real y sacramentalmente. Nuestro bautismo es real, nuestra comunión con el cuerpo y la sangre del Señor es real. Estamos en disposición de afirmar el amor de Dios, porque lo hemos visto y oído. Y en este amor, podemos afirmar a nuestros hermanos.
      Hoy entramos en Jerusalén para revivir la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Nuestra Jerusalén es la iglesia. Mucho más que una institución, la iglesia es misterio, porque nace del misterio pascual de su Señor: nace de su costado abierto. Solo en ella se puede afirmar que Jesús es el Señor, porque sólo en ella las palabras son vida y la historia es hoy de eternidad. Entremos y vivamos apasionados la Pasión del Señor. Por tu Cruz y Resurrección nos has salvado, Señor. María, puerta
de la Misericordia, nos llevará de la mano por donde sólo ella sabe, recogiendo
piadosa cada gota de sangre derramada por el Amor de nuestros amores.


José Antonio Calvo Gracia

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