Comentario evangélico. Domingo 28 Ordinario, ciclo C

Vuélvete y alaba, canta y danza

      Tú eres como Naamán. Tú eres como uno de los diez leprosos. Es verdad que no te has bañado en el Jordán siete veces. Probablemente, ni una. Es verdad que no has vivido en ninguna localidad entre Samaría y Galilea. Pero, ¿y qué? ¿Acaso no has pecado? ¿Acaso no has sido bautizado? ¿Acaso nunca te has confesado? ¿Acaso no te has puesto nunca a los pies de Jesús en el sagrario? ¿Acaso no lo has recibido nunca en la comunión? Son como nosotros o somos como ellos. Y a nosotros viene Cristo, el médico, sanando enfermedades y curando pecados, respondiendo siempre a la plegaria de quien le suplica con fe. Porque, como dice el Catecismo, “vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan”. Necesitamos. Y nunca me cansaré de repetirlo: necesitamos.
       Después viene la alegría y la alabanza. El que ha sido curado-liberado salvado- redimido se alegra y alaba. Da gracias. Y quizás este sea el mensaje más importante que nos lanza la Iglesia. Como nuestra madre cuando éramos pequeños nos enseñó a decir gracias y nunca lo hemos olvidado, la Iglesia madre y maestra nos enseña a dar gracias siempre. Es consecuencia de nuestra fe en un Dios tan grande, tan lleno de majestad, tan bueno. Es consecuencia de mirarle con fe y vibrar en el asombro de todo el bien que me ha hecho. Esta acción de gracias es, por una parte, compromiso por vivir la vida nueva de los hijos de Dios entre los hermanos y soñar con el cielo; por otra, es oración de gracias, cuya forma más perfecta es la eucaristía. De ella brota cualquier otra oración y, en ella, aprendemos que todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias.

      De la acción de gracias a la alabanza. A mí me sirve comparar el canto con la acción de gracias y el baile, con la alabanza. Con el canto expresamos cosas. Con la danza, lo expresamos todo. Con la alabanza reconocemos, simple y llanamente, que Dios es Dios. ¿No es suficiente? Debiera serlo: saber que tenemos un Dios tan bueno -como dice un amigo cartujo- sería motivo suficiente para no dejar de danzar alabándole. Pero cuidado, no cualquier danza, la danza en la que concuerda el cuerpo con el alma, la danza que se desarrolla espontáneamente, con simplicidad y unidad. Una danza-alabanza que no es para darme a conocer, sino para mirar y aplaudir como un bebé a quien su mamá le canta la canción más hermosa. María, puerta de la Misericordia, del Pilar, nos la susurra al oído todos los días.

José Antonio Calvo

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