Comentario evangélico. Domingo 30 Ordinario, ciclo C.

Como el fariseo, ¡no!


      ¿Cuánto hay que orar? El Señor lo dejó claro y la Iglesia nos lo recordaba la pasada semana: “Siempre y sin desfallecer”. ¿Cómo? Esta es la cuestión. Hoy no pensamos en la cantidad -que de suyo es muy importante-, sino en la calidad. Lo hacemos de la mano del Jesús que dice parábolas. En esta ocasión, una parábola dirigida a “algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”.


      Y no encuentro mejor comentario que el nº 2559 del Catecismo de la Iglesia Católica: “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla será ensalzado. La humildad es la base de la oración. ‘Nosotros no sabemos pedir como conviene’ (Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es
un mendigo de Dios”. Ya tenemos el cómo: humildemente. Y esto concuerda perfectamente con lo que somos: somos a la vez ‘mendigos de Dios’ y ‘capaces de Dios’. Nuestro corazón es tan grande como nuestra pequeñez. Cuanto más pequeñitos somos ante Dios, más grande es nuestra alma para recibirle. Claro que esto no es cuestión de palabrería. Enseguida recordamos que “no todo el que dice Señor, Señor…”. Es cuestión de deseo y de visión. Desearle como un niño pequeño desea a su madre. Mirarle como un niño pequeño mira a su padre. Sin ambiciones, sin altanerías, sin ínfulas de grandeza. Simplemente como quien lo necesita todo y todo lo recibe sin mérito propio. Para rezar hay que reconocerse pecador y arrepentirse sinceramente. ¡Claro! A la oración se va no a contemplarse a sí mismo, sino a contemplar a Dios que es misericordia y que por su gran bondad me otorga su perdón. La semana pasada hablaba de que para orar como es debido, es necesario romper el anonimato y presentar la vida al Señor simple y sencillamente. La oración no es el artificio desplegado de quien intenta persuadir a Dios, como el hombre de publicidad que piensa que todo se puede lograr con una buena campaña. La oración es siempre la expresión del indigente que sabe que ha sido creado para la eternidad feliz, pero que siente cómo se le pega en los pies el polvo del tiempo caduco y de los sinsabores del placer inmediato.

       La primera lectura, del libro del Eclesiástico, la describe perfectamente. Yo solo me dedico a componer los subrayados que he hecho: oración, como la súplica del oprimido o del
huérfano. Oración, como la de “la viuda cuando se desahoga en su lamento”. Oración de “quien sirve de buena gana”. Oración del humilde que “no se detiene hasta que alcanza su destino”: Dios que “juzga a los justos y les hace justicia”. A la oración del humilde, Dios contesta con un amén.

       La oración es el Padrenuestro y el Magnificat. La oración de María, humilde sierva de Dios. La oración de Jesucristo, que ha venido a obedecer. Unas veces es dulce, otras es amarga. Sí, dulce y amarga como el libro abierto del Apocalipsis que lleva al cristiano a profetizar. Como a tantos hermanos nuestros que han ido ‘a las gentes’ a anunciar la buena noticia del Señor muerto y resucitado a los que hoy ponemos en el mejor rincón de nuestra intercesión y acción de gracias: los misioneros. María, madre de la Misericordia, protégelos y a nosotros sostennos, no permitas que decaiga nuestra oración humilde y perseverante.


José Antonio Calvo

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