Comentario evangélico. Domingo 1º Cuaresma, ciclo A.

La raíz

      Si buscamos el origen o la causa de los cuarenta días que separan al primer domingo de Cuaresma de la celebración del Triduo Pascual, a primera vista podemos pensar en los cuarenta años de éxodo o en los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto, siendo tentado por el diablo. Sin embargo, este solo es el origen del número, del cuarenta. La razón o la causa es más profunda y nos la muestran las lecturas que se proclaman hoy: san Pablo explica a los romanos cómo entró la muerte en el mundo y cómo entró la salvación. Por un lado, Adán que pone a la humanidad bajo el sino del pecado y, por otro, Jesucristo que la pone bajo el de la gracia. Esta es la causa de la cuarentena, de la Cuaresma, nuestro pecado.
       Hacemos cuaresma porque somos Adán. Soberbios… desobedientes… ignorantes… fáciles de engañar por la serpiente e incluso por nosotros mismos. Los hijos de Eva somos pecadores, sus desterrados hijos. Y aquí hay una clave: el pecado conlleva el destierro y el destierro es un desierto con espejismos, ambigüedades y, por qué no, gracia, revelación y salvación. El secreto para superarlos es discernir las voces silenciosas que se entrecruzan (el ego, el mundo, el tentador) y la voz que nos llama a la vida, la voz de Dios que es verdadero alimento, poder y vida.
        Hacemos cuaresma porque somos Cristo, otro Cristo, el mismo Cristo. La Cuaresma, del mismo modo que no se puede desligar del pecado, no puede vivirse sin su profunda referencia bautismal: el ‘monte de la Cuarentena’ no está muy lejos del Jordán. Por eso, podemos aprovechar nuestra particular cuarentena para recordar algunos hechos bautismales que suceden en la Cuaresma de aquellos catecúmenos, llamados ‘iluminandos’, que van a recibir el bautismo en la próxima Pascua. En primer lugar, la elección y la inscripción del nombre: no hemos elegido nosotros a Dios, él es quien nos elige. Después, los escrutinios y exorcismos: el cambio de vida (sentimientos y costumbres) es necesario y, para ello, no basta con la voluntad personal, se requiere la oración de los sacerdotes y de la comunidad eclesial. Más adelante, la entrega (traditio) y reentrega (reditio) del ‘Símbolo de la fe’ y del ‘Padrenuestro’: la fe (el ‘Credo’) que me entrega la Iglesia, que es la fe que profeso y anuncio; mi oración, que es la del mismo Cristo, tal y como me enseñó. Finalmente, el ‘Effetá’: es necesario que el Señor rompa mi sordera y mi mudez, mi minusvalía, para que su plan pueda cumplirse en mí.
        En la Cuaresma de este año, podemos revivir la andadura catecumenal por la que fuimos unidos a Cristo de dos modos complementarios y absolutamente necesarios: la oración personal y la celebración comunitaria. Cada día, en la oración y el ayuno/sacrificio, puedo ahondar en mi bautismo, en la gracia
que me dio luz y me hizo hijo de Dios; al mismo tiempo, puedo examinar mi correspondencia a este don inmerecido. Además, debo cruzar el umbral de lo personal a lo comunitario y la mejor puerta es el sacramento de la penitencia, que, desde la intimidad con Cristo realmente presente en el sacerdote y, a través del perdón, me restaura, me viste de fiesta y me lleva de nuevo a la comunión, que es verdadera celebración y banquete nupcial.

     La Bienaventurada Virgen María, que acompañó escondida y silenciosamente a Jesús hasta Jerusalén, le invoca con sus plegarias para que nos conceda el perdón compasivo.

José Antonio Calvo

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