Comentario evangélico, Domingo 4º Cuaresma, ciclo A.

Ciegos de nacimiento, iluminados por el bautismo

       Una nueva gradación: Jesucristo, el que da la luz al ciego de nacimiento, se mantendrá en la Cruz como uno que no ve, pero por la Resurrección permanecerá siempre como el iluminador, como la luz del mundo...    

       Al escribir estas palabras, me viene a la mente esa máxima del papa Francisco que reza “el tiempo es superior al espacio” y, enseguida, como un fogonazo veo delante de mí la categoría ‘historia de la salvación’, que no es otra cosa que la preparación de la alianza definitiva sellada por Cristo con el Padre en el misterio de su Pascua. Veo al Emmanuel, que es el Dios-con-nosotros. Cuando estoy ciego, el Señor lava mis ojos y me devuelve la luz; porque estoy ciego, el Señor se hace ciego como yo y siente el abandono como propio de la experiencia mortal; para que la noche no tenga poder sobre mí, ha cruzado el umbral de la muerte, rompiéndolo y haciendo la noche clara como el día. El cirio pascual es símbolo de su cuerpo glorioso y resucitado, que es para la humanidad luz que no conoce ocaso ni noche. En mi noche, Jesucristo es luz. Luz verdadera, pero de momento se me presenta como aurora: hay luz, pero para dar un paso adelante, necesito fe. Es el sino del bautismo... ver, creer, conocer, amar, vivir por la fe y según la fe.

      Además de la lectura del Evangelio de este domingo, conviene acercarse a las oraciones y al prefacio de la misa, que son una magnífica y orante expresión de lo que se proclama en la Palabra. Por ejemplo, la oración sobre el pueblo, “vivifica siempre con tu luz a los que caminan en sombras de muerte”; o el prefacio, el Señor, por su Encarnación, “condujo al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe”; pero es quizás la oración de después de la comunión la que señala el tiempo de la iluminación en Cristo, por eso, no me resisto a transcribirla entera: “Oh, Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con la claridad de tu gracia, para que seamos capaces de pensar siempre, y de amar con sinceridad, lo que es digno y grato a tu grandeza”. ¿Para qué la claridad de la gracia? En último término, para cumplir nuestro fin que es dar gloria a Dios por toda la eternidad. El camino no es otro que llevar siempre en la mente y en el corazón lo que es grato a nuestro Creador, con sinceridad, sin doblez.

       Y, ¿cuando rechazo la gracia? Rechazar la gracia, por mi pecado, es rechazar a Jesús. Y por abandonar la luz, me hago noche, ciego… Y por abandonar el agua, me hago desierto, yermo… Y por abandonar la vida, me hago sepulcro, muerto… Por eso nuestra Cuaresma, para volver, para que el Señor vuelva a untar nuestros ojos con esa nueva creación simbolizada en el nuevo barro, hecho con tierra y la saliva de Jesús, que da paso al baño del bautismo. Agua que, para los que ya estamos bautizados, se llama reconciliación, penitencia, confesión y que requiere un nuevo “creo, Señor”. Ah, y cuidado: los que no se creen ciegos son los fariseos, aquellos que, por decir que ven, permanecen en el pecado.

      María, la Virgen-Madre de Dios, también brilla. Lo hace con la luz de su hijo. Ella es ‘luna’ y él es ‘sol’. Si no hemos pasado al día, ella nos llevará.

José Antonio Calvo

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