Comentario evangélico. Domingo 13º Ordinario, ciclo A.

Cosas que ya no se oyen


       Una mujer principal. Residente en Sunén (se dice que era una aldea muy cerquita de Naín, donde Jesús hizo el milagro). Lo ve venir y, desde lejos, sabe que Eliseo es un hombre santo. Convence a su marido para construir una habitación en la terraza. Cama, mesa, silla y lámpara. Así el hombre de Dios podrá retirarse y ellos lo tendrán en casa. Será para ellos una bendición. Y no saben qué bendición. Mi abuela Mariana recordaba cómo, en la casa en la que servía, la señora siempre tenía una alcoba para que el anciano capuchino que iba medicando por los caminos de la provincia pudiese hacer noche y, a la mañana siguiente, sin que el esposo fuese muy consciente, entregarle aceite, harina y lo que fuera menester. Ahora… ya no se oye semejante cosa.

       Lo triste no es que no se oiga, sino que no se haga. Aventuro una hipótesis. El hombre santo, en nuestros días, ya no existe o, al menos, ya no es tenido por tal. Seguro que tenemos alguna culpa, aunque no creo que toda. No se espera que el sacerdote traiga bendiciones. Al contrario, con frecuencia se le tiene por maldito y mensajero de maldición. Quizá es que el sacerdote, aún siendo sacerdote, se ha mundanizado. Quizá es que se ha confiado más al hacer que al ser; más al luchar que al bendecir; más al organizar que al celebrar; más al orientar que al salvar. Quizá es que se ha olvidado de que es más que Eliseo: ¡es Cristo!

       Pero no solo el sacerdote. También una porción del Pueblo de Dios, de los laicos y, entre ellos, los consagrados, han dejado de considerarse “muertos al pecado y vivos para Dios en
Cristo Jesús”. Han querido más “a su Padre o a su madre”, “a su hijo o a su hija” más que al Señor. Y donde dice ‘padre’ o ‘madre’, ‘hijo’ o ‘hija’, podemos poner comodidad, prestigio, placer, ideología, profesión, viajes, lujo, tranquilidad, bienestar, discreción, autocomplacencia, autorreferencialidad, aunque esto se
presente sub angelo lucis. Podemos poner lo que cada uno tenga que poner. Sin embargo lo único que merece la pena es que seamos nosotros quienes nos pongamos en la cruz-camino del Señor.

      “En la cruz está la vida y el consuelo -así cantaba santa Teresa de Jesús-, y ella sola es el camino para el cielo”. La cruz es algo tan sublime, como susceptible de ser reducido a la ambigüedad. ¿Qué quiero decir? Que solo se puede comprender qué es la cruz, cuál es mi cruz, mirando a Cristo. Aquí radica la verdadera y única mística. La cruz poco tiene que ver con la justicia humana. La cruz nada tiene que ver con la ideologización del misterio que reduce el cristianismo a un humanismo. La cruz es la ofrenda de Dios-Hijo a Dios-Padre hasta entregar el Dios- Espíritu en favor nuestro. La cruz es la vocación de todo ser humano a pasar “de las tinieblas a su luz maravillosa”, la luz de la vida divina que nos hace vivir no ya en la historia, sino en la eternidad de Dios, formando parte de su familia.

       De ofrendas, quien más sabe es la Virgen. Por hacer la de su persona entera, recibió mucho más que la mujer de Sunén, esta abrazó un hijo, María abrazó a Dios-Hombre. Y volvió a ofrecerlo, ofreciéndose ella misma, con él en el altar de la cruz, por eso la tenemos por corredentora y defensora nuestra.

José Antonio Calvo

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