Comentario evangélico. Domingo 16º Ordinario, ciclo A.

La mejor gobernanza

     Es difícil, pero Dios lo resuelve con maestría. Un verdadero perito en el arte de la gobernanza, que según define nuestro diccionario es el arte o manera de gobernar que tiene como fin el desarrollo y, al mismo tiempo, el equilibrio de los súbditos. Disculpen el atrevimiento, pero es que las lecturas de la liturgia dominical me obligan a llamar a Dios ‘gobernante’.  Fíjense: “cuida de todo”, su “fuerza es el principio de la justicia”, su señorío le “hace ser indulgente con todos”, juzga con “moderación”, da a sus hijos “una buena esperanza” y concede, ¡ni más ni menos!, el “arrepentimiento a los pecadores”. Lo dice el libro de la Sabiduría. Pero podemos adelantar y llegarnos hasta las mismísimas palabras de Jesús, que hoy, en plena cosecha -otrora siega-, nos habla de trigo y de cizaña.

      “Dejadlos crecer juntos hasta la siega”, dice el Señor. Es una parábola, pero ¿de qué está hablando? Si le preguntamos a san Agustín nos diría que de dos ciudades: la de Dios y la del mundo. El santo de Hipona escribe que “dos amores fundaron dos ciudades, a saber: la terrena, el amor propio hasta llegar a menospreciar a Dios; la celestial, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismo. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor”. Y, como siempre, es cuestión de amor. O de acertar en el amor verdadero. La dialéctica se establece entre el ‘amor propio’ y el ‘amor a Dios’. El primero es el que hace al hombre tan ficticiamente autosuficiente, como realmente desgraciado. El segundo es el que le hace tan dependiente, como pleno.

     ¿Por qué dice Jesús esta parábola? Lo primero es porque la necesitamos para entender y entendernos. Lo segundo es porque hoy, como ayer, la llegada del reino suscita entusiasmo y seguimiento, pero también polémica y rechazo. Es más, nosotros mismos experimentamos la presencia de las dos ciudades en nuestra intimidad más íntima. Y si miramos alrededor, en nuestra Iglesia, también, porque los de la ‘ciudad terrena’ no están lejos. ¡También estánb dentro de la Iglesia! Porque no siempre somos ‘ciudad de Dios’ ni ‘templo del Espíritu’. Ahí está el misterio que quiere transparentar la parábola de la cizaña y el trigo. Y el Señor no sólo siembra, sino que tiene paciencia. Él, que es el mejor gobernante, sabe que la cizaña tiene cura, pero que hay que atajarla con lucidez y paciencia. Además de cizaña y trigo, en nuestra vida encontramos la tentación inicial del “seréis como dioses”. La tentación de adelantar en la historia un juicio que solo corresponde a Dios, convirtiéndonos en una secta de puros e  iluminados.

       “Las dos ciudades, en efecto, se encuentran mezcladas y confundidas en esta vida terrestre, hasta que las separe el juicio final”, continúa diciendo san Agustín. ¡Mezcladas y confundidas! Suena terrible, pero en el fondo es consolador: podemos confundirlas, podemos dar una de cal y otra de arena, pero todavía tenemos tiempo, podemos confiar. Eso sí, será necesario el deseo de agradar a Dios que sale a nuestro encuentro y la recta intención de buscarlo por sí mismo, por su puro amor. En este sentido, es consolador repetir y repetir dos versículos de la carta a los Romanos: “El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad” y “escruta los corazones…”. Él es quien, mirándonos, tiene compasión y nos elige y nos llama para seguirle.

      María, en el reino eres la mejor consejera, mía y -¡menudo atrevimiento!- de Dios. Intercede por nosotros ahora y en la hora de la siega.


José Antonio Calvo