Comentario evangélico. Domingo 20º Ordinario, ciclo A.

       La misericordia infinita y universal de nuestro Dios es el mensaje central de las lecturas que este domingo nos ofrece.
       El punto de partida serían las divisiones que las personas establecemos entre nosotros: judíos y gentiles, justos e impuros, creyentes y paganos… los que “son como yo” y los que no. Una catalogación que presupone que hay algunos que merecen la bendición de Dios y que para otros es inalcanzable.
       La Palabra de hoy, en sus tres lecturas, nos muestra claramente que Dios no hace estas distinciones: su misericordia, la salvación que nos trae es absolutamente para todos.
       El primer paso, pues, sería la toma de conciencia de que cada uno de nosotros está necesitado de esa misericordia, como lo hace la mujer cananea del evangelio que clama: “ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”. Nadie puede arrogarse el derecho o el merecimiento de nada frente a Dios, cada uno de nosotros, como nos dice la carta a los romanos, “desobedece” en algún punto del camino por lo que todo lo que recibimos de Él es pura Gracia de un Padre que siente infinita compasión por la humanidad.
Solo desde esa conciencia de nuestra precariedad como criaturas podemos establecer una acertada relación con el Señor.
       Así ocurre también en el Evangelio, en el que Jesús se manifiesta como modelo de diálogo perfecto, en el que, desde de una posición inicial, se abre con humildad a la escucha de la mujer para llegar al punto de encuentro principal, que es su gran fe.
      La cananea, por su parte, sabe de su condición y sus limitaciones, pero mucho más grande es su convencimiento y su confianza en Dios.
      Esa relación con Él sana a nuestra protagonista, a su hija, a toda la humanidad. La narración evidencia lo que anunciaba el profeta Isaías en la primera lectura: Dios ofrece su amor, regala su salvación a todo ser humano, el límite lo pone cada cual en la medida que, en ejercicio de su libertad, quiera aceptarlo y disfrutarlo.
       El último paso en este proceso lo encontramos en las palabras de S. Pablo “Así también ellos que ahora no obedecen, con ocasión de la misericordia obtenida por vosotros, alcanzarán misericordia”. La misericordia llega a todos gracias también a la intervención de los hermanos. Sabernos beneficiarios de la Gracia de Dios nos urge a ser misericordiosos también nosotros con los hermanos. Pedirla y recibirla supone ser conscientes de que mi vida, mi camino, no son solo míos.
       Son, por tanto, dos las cuestiones principales que se nos plantean hoy:
       ¿Quiénes son los cananeos, los que consideramos “desobedientes” en la actualidad?
El recelo temeroso, la acusación, el ataque, la condena, no son herramientas del cristiano. ¿Como creyentes, estamos dispuestos a establecer diálogos, escuchar y aprender de los no creyentes, de quienes no comparten nuestras ideas o formas de comprender el mundo?


Dominicos de Sevilla

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