Comentario evangélico. Domingo 21 Ordinario, ciclo B.

Durante la segunda guerra mundial los nazis mataron a un grupo de judíos y los enterraron en una fosa común. Un muchacho de unos doce años estaba todavía vivo y poco a poco logró salir de la tumba poco profunda. Llamó a las puertas del vecindario pero al verlo cubierto de tierra, le cerraron las puertas.

Una mujer estaba apunto de hacer lo mismo cuando el muchacho le dijo: "Señora, ¿no me reconoce? Soy ese Jesús que ustedes los cristianos dicen que aman.

La mujer empezó a llorar y lo recibió en su casa. En ese momento hizo su mejor decisión por Jesús. Lo encontró llamando a su puerta y le abrió.

Un agricultor estaba ya cansado de trabajar una tierra que producía poco. Un año, la cosecha fue tan mala que decidió vender las fincas y se marchó a la ciudad.

El hombre que le compró el campo observó que había muchas piedrecitas blancas. Y como siempre había tenido curiosidad por la geología, cogió unas cuantas y se las llevó a un geólogo para que las analizara. Y resultó que las fincas encerraban un gran depósito de minerales necesarios para procesar el aluminio y otros metales. Así que lo revendió y se hico rico.

Dos maneras de ver la misma realidad. Los ojos de la rutina, del simple mirón. Los ojos de la superación, de la fe. ¿Nosotros con qué ojos vemos a Jesús?

"El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada".

Mirar con los ojos de la carne es mirar con los ojos del agricultor, del mirón, ya podemos abandonarlo todo y marcharnos a otro sitio.

Mirar con los ojos curiosos del nuevo comprador es mirar con los ojos del Espíritu, de la fe, es quedarse con Jesús: "Tú solo tienes palabras de vida eterna".

Jesús no es un turista, se hizo ciudadano, para quedarse con nosotros. Jesús no es un mirón, vino a trabajar y transformar el campo, a sembrar la semilla de un mundo mejor. Desde entonces huele más a Dios.

Jesús vino a tener intimidad con nosotros. Una intimidad que quiso expresar a través de su cuerpo y de su sangre.

La Eucaristía que celebramos desde la Última Cena del Señor es el centro de la vida cristiana, el tesoro a descubrir con los ojos de la fe. Y su pregunta, ¿también vosotros queréis marcharos?, se dirige a los que formamos esta comunidad.

Josué, en la primera lectura, dice: "Yo y mi familia serviremos al Señor".

Pedro, siempre entusiasmado, dijo: ¿A quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Y se quedó con Él.

¿Y nosotros? Jesús no es una hermosa historia que nos contamos los domingos ni una opinión sobre algún personaje que me cae bien o mal.

La verdad se hace aceptándole y abrazándole y siguiéndole de todo corazón. Un autor anónimo escribió estos versos:

Me llamas Señor y no me obedeces,

Me llamas Luz y no me ves,

Me llamas Camino y no lo andas,

Me llamas Vida y no me deseas,

Me llamas Sabio y no me sigues,

Me llamas Justo y no me amas,

Me llamas Rico y no me pides,

Me llamas Bondad y no confías en mí,

Me llamas Noble y no me sirves,

Me llamas Poderoso y no me honras,

Me llamas Justo y no me temes,

Si te condeno, no me eches la culpa.

Hay muchas razones para abandonar a Jesús, tal vez, la principal sea que no queremos dejar a Dios trabajar en el campo de nuestra vida.

Queremos ser protagonistas y le dejamos a un lado. Jesús nos pide serle fieles como él nos es siempre fiel.

 

P. Félix Jiménez Tutor, Sch. P.