Comentario evangélico. Domingo 18 C Ordinario.

 

Domingo XVIII. Tiempo Ordinario. Ciclo C.

La codicia

        En el lenguaje de la tauromaquia se habla de la “codicia” de un toro para referirse a la vehemencia con la que el animal persigue el engaño que se le presenta. Un toro codicioso contribuye a la brillantez del espectáculo. Si aplicamos la palabra “codicia” a los seres humanos, podemos mantener similares registros. El hombre codicioso persigue con vehemencia un engaño. Pero, a diferencia del arte de lidiar toros, el resultado de la codicia humana no es la brillantez, sino el fracaso. En la versión griega de la Escritura se emplea la palabra “pleonexia” para designar la sed de poseer cada vez más, sin ocuparse de los otros o, incluso, a costa de los otros. Consiste, la codicia, en una perversión del deseo, en una avidez violenta y frenética que persigue, sobre todo, el dinero, la riqueza, los bienes materiales.

          Es el origen de todo pecado (cf St 1,14). Adán y Eva quisieron ser más, ser “como dioses” (cf Gn 3,5), inaugurando así una historia de abusos y pecados que llevará a decir a San Pablo: “La raíz de todos los males es el amor del dinero” (1 Tim 6,10). Santo Tomás de Aquino explica que así como la raíz del árbol extrae su alimento de la tierra, así la codicia es la raíz de todos los pecados: “Pues vemos que por las riquezas el hombre adquiere la facultad de cometer cualquier pecado y de cumplir el deseo de cualquier pecado: porque el dinero le puede ayudar a obtener cualquier bien temporal, según dice Ecl 10,19: Todo obedece al dinero”. Es una constatación que todos podemos hacer fácilmente: Por dinero se llega, en ocasiones, a hacer cualquier cosa. Por dinero se roba y se mata; se quebranta la ley; se venden y compran cuerpos y voluntades; se ofende la justicia; se generan luchas en el seno de los matrimonios y de las familias - ¡cuántas familias destrozadas por una herencia!-. Si rastreásemos las huellas de los diferentes crímenes que se cometen en el mundo casi siempre encontraríamos la pista del dinero y, siempre, la de la codicia, el afán inmoderado de algún bien o goce material. Jesús, en el Evangelio, presenta la codicia como una necedad. El hombre codicioso establece la base de su vida sobre un cimiento inestable, en la creencia equivocada de que los muchos bienes asegurarán una existencia larga y apacible. Pero esta confianza quimérica no resiste la confrontación de la muerte: ¿De qué sirven los muchos bienes en el momento de la muerte? ¿Quién puede llevarlos consigo? San Pablo dice a los Colosenses: “Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo” (cf Col 3,1-5.9-11). Es decir, buscad a Dios, procurad ser ricos ante Dios. Las riquezas no son malas, ni es condenable el afán de prosperar en la vida para, de ese modo, atender a la propia familia y ayudar a los otros. La maldad radica, en última instancia, en convertir en absoluto lo que únicamente es relativo.

           Los bienes materiales no son Dios. Sólo Dios es Dios. Sólo Dios merece ser amado con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente. Todo lo demás es vanidad. Dejarse arrastrar por la codicia supone entrar en una dinámica de esclavitud, de muerte, de desprecio del prójimo y de desprecio hacia Dios. Tenemos que ser señores de los bienes creados, no siervos suyos. Únicamente hemos de servir a Dios y, por amor a Dios, hacernos servidores unos de otros. Solamente esa libertad y ese servicio nos hacen auténticamente ricos, beneficiarios del bien supremo, que es la vida eterna, la comunión con Dios para siempre.

Guillermo Juan Morado.