Comentario evangélico. Domingo Pascua, ciclo B.

Seguimos en el Cenáculo

     El tiempo de pascua no es un tiempo estático, pero sí que parece un momento extático, de éxtasis: el alma de los discípulos no sale del Cenáculo, porque, después de contemplar al Mesías muerto y resucitado, el amor les mantiene allí, rememorando una y otra vez aquel Amor que les había amado hasta el fin. “Los amó hasta el fin” o, lo que es lo mismo, nos sigue amando porque vive eternamente. Este amor es extensivo e intensivo: llega a todos y llega a todas las dimensiones de todos y cada uno de los amados. Y es este amor el que fija a la Iglesia en torno a esa experiencia fundante de la Última Cena. Mientras esperamos al Espíritu Santo, continuamos suspendidos en el amor de Dios, porque no necesitamos nada más.

      ¿Cómo es este amor? Como el del Padre por el Hijo. Y, ahora que nosotros somos hijos por el bautismo, como el amor que el Padre nos ofrece. Si en la lectura del evangelio, este amor es eminentemente espiritual, en la primera y en la segunda lectura aparece perfectamente definido. Por una parte, “está claro que Dios no hace distinciones” y para que nosotros no las hagamos, resulta necesario que seamos dóciles al Espíritu Santo. Docilidad es la respuesta del hijo de Dios a la acción del Espíritu Santo, que es quien guía a la Iglesia y quien diseña la acción evangelizadora que Jesús ha puesto en nuestras manos. ¿A quién amar? A todos. ¿A quién anunciar el Evangelio? A todos. ¿De qué forma? De todas las formas posibles, excepto con la violencia que es la negación de Dios.

      ¿En qué consiste este amor de Dios? Juan lo sigue explicando en su primera carta: “Él nos amó” primero. Nos primereó, que dice Francisco. “Nos envió a su Hijo”, pero no como quien manda un legado o un embajador o un profeta. Nos lo envió “como propiciación por nuestros pecados”. Propiciación y pecado: dos palabras sin las que no podemos entender la historia de la salvación. La primera de ellas -propiciación- nos hace atisbar que es Dios mismo quien nos hace agradables a él: poco podríamos con nuestros moralismos y nuestras conciencias. Es Jesús, el Señor, quien por amor nos hace amables para Dios y en esta acción se presenta como ofrenda por nuestros pecados. Pecado es la segunda de las palabras: más que una ofensa, es una oposición. Pecado es ocupar ingenua y maliciosamente la posición de Dios, legislando de acuerdo con nuestra insuficiencia que sueña que es autónoma e independiente.

      Guardar los mandamientos es permanecer en el amor. No hay oposición, porque el amor incluye cualquier bien, todo bien, el sumo bien. Volvemos con nuestro afecto al Cenáculo y recordamos que el amor de Dios conlleva que el mundo nos odie, pero no pasa nada: pronto vendrá el Paráclito que nos hará testigos. María nos acompaña en la espera.

José Antonio Calvo Gracia.

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