"Soledad poblada de aullidos"-Dt. 32, 10- (23-2-2014)

“SOLEDAD POBLADA DE AULLIDOS” (Dt 32,10)            

      Queridos hermanos en el Señor:      

      Os deseo gracia y paz.

      El libro del Deuteronomio presenta en el capítulo 32 el denominado “Cántico de Moisés” en el que se afirma que, cuando el Altísimo trazaba las fronteras de las naciones, “la porción del Señor fue su pueblo” (v. 9). Y, para narrar lo que Dios hizo en favor de Israel, añade: “Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos: lo rodeó cuidando de él, lo guardó como a las niñas de sus ojos” (v. 10).      

      El Señor eligió por pura benevolencia al pueblo escogido. Estableció con él una alianza de amor generoso y desprendido. Cuidó del pueblo y mostró solicitud, preocupación y delicadeza. Israel habitada en una “tierra desierta”, vivía en una “soledad poblada de aullidos”.      

      La imagen de la tierra desierta nos es familiar. Desde el punto de vista del paisaje y desde la mirada interior que nos hace vislumbrar la distancia entre nuestros proyectos y nuestros resultados, entre nuestras iniciativas y nuestros logros.      

      “Es tierra desierta”, podemos decir, en ocasiones, ante la reducida respuesta a nuestra labor pastoral, la poca asistencia a las celebraciones eucarísticas, la despoblación evidente del ámbito rural, el fenómeno creciente de las personas que viven con actitudes ajenas a la fe cristiana.      

       Pero también conocemos la radical transformación que se ha producido en las tierras resecas a las que ha llegado el regadío. Se ve vida donde antes no había más que abrojos. Se ve futuro donde no había apenas esperanza. Por eso, entendemos lo que nos dice el Papa Francisco en la Exhortación apostólica “Evangelii gaudium”: “hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro” (nº 89). Y nos invita: “estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás” (nº 86).       ¡Cuántas personas experimentan soledad! Las relaciones interpersonales tienden a crecer en número, pero no maduran en intensidad. Son relaciones superficiales, epidérmicas, que no dejan huella “ni una señal de virtud que poder mostrar” (Sab 5,13).      

       Hay una soledad “sonora”, a la que llegan permanentes ecos de la persona amada: la soledad del claustro monástico, la soledad del silencio orante, la soledad de la meditación, la soledad de quien disfruta de su trabajo pensando en servir a los demás, la soledad de quien se concentra con el objeto de ser preciso.      

       Y hay una “soledad poblada de aullidos”, habitada por rupturas, desquiciada por heridas, agredida y agresiva. Una soledad en la que no se perciben ecos, sino ruidos, gritos, rugidos, palabras altisonantes, insultos. El silencio expectante en medio de una sana competición deportiva puede convertirse en aullido quejumbroso ante una actitud inapropiada.       

       La soledad se puebla de aullidos cuando reconocemos ante el Espíritu Santo: “mira el vacío del hombre su Tú le faltas por dentro”. El vacío interior tiende a ser habitado, el espacio siempre es ocupado. De nosotros depende que sea el Espíritu el huésped interior, el genuino, el sanador. “Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos” (Evangelii gaudium 87). 

      Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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