Admirar y agradecer la eucaristía (29-5-2016)

ADMIRAR Y AGRADECER LA EUCARISTÍA            

     Queridos hermanos en el Señor:      

     Os deseo gracia y paz.        

     San Juan Pablo II nos recordaba: “La Iglesia vive de la Eucaristía” (Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 1). Por la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor se realiza la promesa de Jesucristo: “yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20).      

      La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida. Del misterio pascual nace la Iglesia y, por ello, la Eucaristía está en el centro de la vida eclesial.       La Eucaristía suscita en nosotros sentimientos de asombro y gratitud. La Iglesia vive del misterio eucarístico y no deja nunca de asombrarse, como los discípulos de Emaús, a quienes se les abrieron los ojos y reconocieron a Jesús al partir el pan. Es preciso superar la inercia de lo conocido y la falta de sensibilidad ante lo habitual. Hemos recibido un misterio grande, un misterio de misericordia, un admirable misterio.      

       Hemos de admirar con estupor y agradecer con humildad. Damos gracias al Señor por todas las ocasiones en las que hemos participado en la Eucaristía, desde las solemnes celebraciones masivas a las veces en que hemos vivido este asombroso misterio en el recogimiento de una pequeña comunidad monástica, en una pequeña ermita o en una lejana localidad poco habitada.        

       En su caminar por la historia, la Eucaristía es lo más precioso que tiene la Iglesia como presencia salvadora del Señor en la comunidad de los creyentes y como alimento espiritual. La Eucaristía no es un don entre otros, sino que es el regalo por excelencia, el don de sí mismo en el que el Señor nos entrega su santa humanidad y su obra de salvación. No hay nada más grande que Jesucristo pueda hacer por nosotros. El Señor nos manifiesta un amor que llega hasta el extremo, un amor sin medida.      

        La Eucaristía edifica a la Iglesia, la construye desde dentro y la constituye como faro de referencia en la edificación de un mundo más fraterno, más justo y solidario. La Iglesia vive en tensión hasta la participación en el banquete definitivo y eterno. Mientras tanto, camina en medio de gozos y esperanzas, sin descuidar su peculiar colaboración como testigo del Evangelio de la vida y de la alegría, del perdón y de la misericordia.       

         La Eucaristía tiene una enorme eficacia unificadora. Quienes participan en ella comen un solo Cuerpo para transformarse en un único Cuerpo. El pan es uno, aunque esté formado de muchos granos de trigo. El vino es uno, aunque su origen esté en varios racimos de uva. El pan y el vino, mediante la transubstanciación, se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Quienes se alimentan de la Eucaristía, quedan asociados a la unidad de la Iglesia y están llamados a superar las fuerzas disgregadoras para converger, mediante la fuerza unitiva del Espíritu Santo, en una única comunidad congregada por el Señor y edificada sobre Él, que es la piedra angular.      

         Jesús mismo anima a sus discípulos diciéndoles: “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). El Señor nos reúne en su nombre para que vivamos la unidad. En el corazón humano hay anhelos de unidad fraterna que van más allá de una simple convivencia, y que se convierten en auténticas experiencias de fraternidad mediante la participación común en la misma mesa eucarística.            

       Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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