Comentario evangélico. Bautismo del Señor, ciclo B.

       La Navidad se ha precipitado velozmente hasta el comienzo de la vida pública del Señor. Celebramos su bautismo, entrando de lleno en esos misterios de la vida de Jesucristo que san Juan Pablo II llamó misterios de luz. Luz que llega hasta la institución de la Eucaristía y que, tras esos
momentos santos y terribles de la pasión y muerte del Redentor, renace con toda gloria.
       Misterios de luz cuyo primer paso es el bautismo de Cristo en el Jordán. No es baladí que, en la más genuina tradición de la Iglesia, al bautismo se le haya llamado iluminación. De hecho,
el bautismo de Jesús ilumina dos realidades: en primer lugar, para los que le miramos, es una luz que nos hace reconocerle como lo que es, el Hijo Unigénito de Dios, el Ungido, el que ha sido hecho “alianza de un pueblo, luz de las naciones”; en segundo lugar, es iluminación porque nos hace descubrir la necesidad del bautismo, que nos hace hijos de Dios, incorporándonos al que es “Luz de Luz”. En el caso de Jesús, el bautismo ilumina o muestra su condición de Hijo de Dios. En nuestro caso, el bautismo nos hace hijos de Dios, abriéndonos a una nueva dimensión: la de los hijos de la Luz, que caminan hacia una mañana definitiva.
       Tanto para Jesús como para los bautizados, recibir el bautismo implica el comienzo de una misión. Jesús en ese preciso momento comienza el anuncio del Reino de Dios, invitando a
la conversión. Nosotros comenzamos la escucha y nos ponemos en el camino de vuelta hacia nuestro Dios, como el hijo pródigo realiza la vuelta a la casa paterna. También, en nuestro caso, por la unión bautismal con Cristo, hemos de anunciar y llamar a la conversión. Es decir, evangelizar. Pero hoy conviene que el acento lo pongamos en la contemplación del bautismo
del Señor.
       Se trata, sin duda, de una segunda epifanía, que tiene lugar en el Jordán -un río célebre por los prodigios proféticos operados en sus aguas. El Bautista, a sus orillas, llamaba al arrepentimiento del pecado, pero no podía borrarlo. Es entonces cuando Jesús se dirige hacia
el río. No lo hace por buscar la santificación -¡él es el Santo!-, sino para comunicar a las aguas fuerza para engendrar una raza nueva y santa. Una nueva estirpe, la de los hijos en el Hijo. Esta acción del Hijo encarnado conlleva la acción de toda la Trinidad. El Padre pronuncia nuevamente su Palabra (su voz “retumba sobre las aguas”) y el Espíritu, entre el Padre y el Hijo, anuncia la transformación de los corazones. El Predilecto nos hace predilectos del Padre.
       ¿Cómo asistiría María al bautismo de su Hijo? Seguro que, sorprendida, pensaba en el nacimiento de algo nuevo, de lo cual su Hijo es la cabeza. Seguro que presentía la Iglesia. Seguro
que empezaba a intuir que tú y yo íbamos a ser hijos suyos.


José Antonio Calvo Gracia

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