Comentario evangélico. Domingo 10º Ordinario, ciclo C.

A ti te lo digo

    A primera vista, en los textos bíblicos de este domingo, hay dos milagros: Elías cura a un niño y Jesús, a un muchacho. En los dos casos, los testigos de la revivificación reconocen que el taumaturgo es un profeta y que en su boca está la bendición de Dios. Pero hay un milagro más, con el que nos podemos ver más reflejados. Me refiero al milagro de la conversión de san Pablo, relatado por él mismo en la epístola a los Gálatas y en la que da cuenta de de su “pasada conducta” de persecución a la Iglesia de Dios y de la llamada “por su gracia” para anunciar a Jesucristo “entre los gentiles”. Los dos primeros milagros muestran el poder de Dios que hace pasar de la muerte a la vida y el tercero demuestra que, por don de Dios, se puede pasar del pecado a la gracia.

    El cambio de vida. Con frecuencia se habla de la conversión como un ideal, pero pocas veces se habla de la exigencia. Con frecuencia se habla del proceso y de la gradualidad, pero pocas veces se habla del momento exacto de la conversión. Y es necesario hacerlo: la exigencia de la conversión supone un antes y un después; una diferencia tan visible y tan fehaciente como la que se da entre un vivo y un muerto. En el orden sacramental, es bien patente: por el bautismo, pasamos de una condición mortal a la condición gloriosa de los hijos de Dios y herederos del eterno cielo; por la penitencia, pasamos de una situación de pecado -de un modo eminente, cuando se trata de un pecado mortal- a una condición de santidad recobrada. ¿Y en la vida cotidiana? En la vida cotidiana, la conversión supone la formación de la conciencia a la luz de la palabra de Dios, conservada por la Tradición y traída al presente por el magisterio de la Iglesia. Es verdad que el encuentro con Jesucristo no se realiza por convencimientos morales, sino por el encuentro con su persona, pero esto cambia la vida. Un cambio objetivo en las expresiones y un cambio subjetivo en las motivaciones.

     La conversión de las costumbres y la oración. La vuelta a la vida  del “hijo de la dueña de la casa”, va precedida de la queja de su madre viuda y de la oración del profeta. Seguro que la conversión de Saulo de Tarso estuvo precedida y acompañada de la súplica de los primeros cristianos, conscientes del mandato nuevo de amor y de la obligación de orar por los enemigos. Todos tenemos amigos y personas que nos odian, necesitados de la gracia vivificante. Unimos nuestra oración por ellos a la oración de María, puerta de la Misericordia, para que vivan.

José Antonio Calvo Gracia

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