Comentario al evangelio. Domingo 28º Ordinario.

     La lepra era el máximo exponente de la marginación, porque obligaba a los afectados a vivir una marginación deshumanizadora, desde el punto de vista personal, social y religioso. La enfermedad contagiosa de la lepra era un peligro para la sociedad y por eso se les marginaba. Hablemos de las tres enfermedades: 

1.-Enfermedad física. 

     Era una enfermedad dolorosa y el enfermo sufría horriblemente al no tener medios para curarla.  Jesús pasa por ahí y, “al verlos”, les dijo… Jesús pasa por la vida con los ojos abiertos. Todo lo ha visto y todo lo ha amado: Desde los grandes mundos siderales que ruedan por el espacio, hasta los pajarillos que anidan en los árboles; desde las altas montañas del Hermón cubiertas de nieve, hasta la belleza de los humildes lirios que, en Galilea, crecen en primavera, Pero, ante todo, ha visto el llanto y sufrimiento de las personas y no ha podido pasar de largo porque tiene un corazón compasivo y misericordioso. Para aquella sociedad, aquellos que sufren no tienen ni nombre: “unos leprosos”. Como no tienen nombre esos miles de personas que, en pleno siglo XXI,  caen en el mar, tratando de  buscar una vida digna. Como no han tenido nombre esos miles que han muerto a causa del Corona-virus sin la cercanía y el cariño de los familiares y amigos.  Jesús quiere que estemos bien de salud.  Por eso cura. Y cuando estamos enfermos quiere que busquemos los medios para que sanemos. La salud es un don precioso que no debemos perder ni malgastar. Es pecado todo lo que nos hace daño a la salud: emborracharse, drogarse,  etc. Dios quiere que cuidemos nuestra salud.


2.- Enfermedad social.

     Para evitar el contagio, esta enfermedad de la lepra era todavía más terrible porque los excluía de la sociedad y tenían que vivir aparte, incluso gritar para que nadie se acercara.  «En cuanto al leproso que tenga la infección, sus vestidos estarán rasgados, el cabello de su cabeza estará descubierto, se cubrirá el bozo y gritará: ‘¡Inmundo, inmundo!’ (Lev. 13,45). Y era precisamente a causa de la misma enfermedad donde podían juntarse los enemigos irreconciliables: judíos y samaritanos. Y es que la enfermedad y la muerte nos igualan a todos. Y esto lo estamos comprobando con la terrible pandemia.  Recientemente hemos padecido la terrible enfermedad social ya que se nos ha prohibido asistir a nuestros seres queridos cuando más nos estaban necesitando: en su agonía y en su muerte. Y algunos se han preguntado: ¿Dónde estaba Dios?  Y Dios estaba justamente ahí donde estaba cuando Jesús moría en la Cruz: Sufriendo con el Hijo de sus entrañas, esperándole para darle el abrazo definitivo más allá de la muerte, en la gloriosa Resurrección.  Lo resucitó porque no estaba de acuerdo con aquella muerte tan cruel ni con ninguna muerte que tanto sufrimiento produce en el mundo.

3.- Enfermedad religiosa. 

     Era la enfermedad más terrible. Se creía que la enfermedad era castigo de algún pecado: o suyo o de sus padres. Por eso se creían que Dios los había abandonado. Contra esta concepción luchó Jesús durante toda la vida. “Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él (Jn. 9,1-3). Es horrible el pensar que hoy día, incluso entre los cristianos, se siga creyendo que las enfermedades, accidentes, incluso la pandemia, son castigo de Dios. Es la mayor ofensa al evangelio. Jesús nos dice que Dios es nuestro Padre y sólo quiere nuestro bien. Este mundo es muy limitado e  imperfecto. Y si algo ha quedado claro en la pandemia es nuestra “vulnerabilidad”. Jesús, al hacerse hombre y morir en una Cruz, ha asumido nuestra misma vulnerabilidad para darnos un cuerpo glorioso, insufrible e inmortal como el suyo. 

Iglesia en Jaca

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