Comentario al evangelio. Domingo 22º Ordinario, ciclo C.

1.- A Jesús le hacen preguntas superficiales,  incluso capciosas,  a las que no responde. Pero sí responde a las que deberían hacerle. 

      A Jesús se le pregunta por la vida futura. ¿Qué pasará después de la muerte? Y los maridos que hayan tenido varias mujeres… ¿de cuál de ellas será marido? Esto es lo anecdótico. Jesús va a decir que no creamos que la otra vida vaya a ser una continuidad de ésta. Será algo nuevo y distinto. Lo que a Jesús le interesa decir con claridad es esto: “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”. A Dios no le va la muerte. A Dios le va la vida. Y apela a la Escritura admitida por todos ellos: “Es el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos». Ante todo, Dios es nuestro Padre y la muerte no puede ir dejando a este Padre sin hijos.

2.- La gran pregunta existencial: ¿Y qué será de mí cuando yo me muera? 

     Nos equivocamos siempre, como se equivocó Marta, la hermana de Lázaro, cuando nuestra mirada se dirige al cadáver: “huele mal”. La mirada de Jesús la dirige al cielo donde está Dios, nuestro Padre, “que nos ha amado tanto” (2ª lectura).  En cierta ocasión, los apóstoles estaban muy tristes porque Jesús les había dicho que lo iban a matar. Y Jesús les dice: “No perdáis la calma, me voy a prepararos sitio para que donde yo esté estéis también vosotros (Jn. 14,2-4). De hecho, Jesús murió abandonándose a las manos de Dios, su Padre: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46). Remedando al poeta Rilke podemos decir: “En esta vida todo cae: cae la lluvia, cae la tarde; caen los copos de nieve en invierno y las hojas secas en otoño; y nosotros también caemos. Pero hay Alguien que sostiene nuestras caídas: las manos anchas de nuestro Padre Dios”.  Impresionan las palabras del cuarto hijo de los Macabeos que aparecen en la primera lectura: “vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará”.

3.- Es muy difícil creer en el “más allá” si de alguna manera, ese más allá, no se hace presente en el “más acá”. 

     El cristianismo nació en “Pascua” en ese “paso de la muerte a la vida”. Los primeros testigos de la Resurrección lo tuvieron muy claro. El Cristo Resucitado llevaba las señales del Cristo Crucificado. Para el apóstol San Juan no hubo crisis de identificación del Resucitado: “Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1Juan 3,14). Siempre que cumplimos el testamento de Jesús de “amarnos como Él nos ha amado” hacemos experiencia de la Resurrección. Los cielos nuevos y la nueva tierra irrumpen en una experiencia de amarnos en el Señor. La  misma Constitución de Liturgia, en el nº 8 nos dice:” En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte de aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios”. San Juan de la Cruz le pide a Dios: “Rompe la tela de este dulce encuentro” (Llama). Entre el cielo y la tierra hay una “tela transparente” donde ya se vislumbran los perfiles y contornos, aunque no se vea todavía el rostro de Dios. En este mundo no podemos ver a Dios, pero sí “transparentarlo”.

Iglesia en Aragón

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