La esperanza infundida en nuestros corazones (30-12-2012)

LA ESPERANZA INFUNDIDA EN NUESTROS CORAZONES

Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.

El beato Juan Pablo II escribió en la Exhortación Apostólica postsinodal “Ecclesia in Europa”: “María, Madre de la esperanza, ¡camina con nosotros! Enséñanos a proclamar al Dios vivo; ayúdanos a dar testimonio de Jesús, el único Salvador; haznos serviciales con el prójimo, acogedores de los pobres, artífices de justicia, constructores apasionados de un mundo más justo; intercede por nosotros que actuamos en la historia convencidos de que el designio del Padre se cumplirá. Aurora de un mundo nuevo, ¡muéstrate Madre de la esperanza y vela por nosotros! Vela por la Iglesia en Europa: que sea transparencia del Evangelio; que sea auténtico lugar de comunión; que viva su misión de anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la esperanza para la paz y la alegría de todos. (...) María, ¡danos a Jesús! ¡Haz que lo sigamos y amemos! Él es la esperanza de la Iglesia, de Europa y de la humanidad. Él vive con nosotros, entre nosotros, en su Iglesia. Contigo decimos: ´Ven, Señor Jesús` (Ap 22,20): Que la esperanza de la gloria infundida por Él en nuestros corazones dé frutos de justicia y de paz” (EiE 125).
En el misterio de la Navidad vivimos la alegría del encuentro vivificante con Jesucristo, que es “el mismo ayer y hoy y siempre” (Heb 13,8). El Señor Jesús es el único e indefectible fundamento de nuestra esperanza.
En Navidad contemplamos a Jesús con una mirada llena de amor y de agradecimiento. Y deseamos que el rostro de Jesús sea cada vez más conocido, más apreciado, más interiorizado y más amado.
Vivimos una especie de oscurecimiento de la esperanza. A nuestro alrededor hay muchas personas que no perciben ninguna posibilidad de mejora en su situación individual, laboral, familiar y social.
Como cristianos no podemos dar respuesta a todas las necesidades, inquietudes, sufrimientos y limitaciones que nos rodean. Pero podemos realizar gestos concretos y bien definidos de generosidad, de austeridad, de un estilo de vida diferente.
Vivimos en una sociedad frecuentemente cerrada a la trascendencia, ahogada por comportamientos insolidarios y actitudes consumistas, desorientada en medio de muchas ideologías, pero sedienta de algo que no sea sencillamente inmediato, efímero y caduco. Y el don más preciso que podemos ofrecer los cristianos es la fe en Jesucristo, manantial de la esperanza que no defrauda. Mirando a Cristo las personas pueden encontrar la única esperanza que puede dar sentido a la vida. 
El anuncio de Cristo no debilita, sino que robustece nuestro compromiso. Leemos en la Constitución conciliar “Gaudium et spes”: “la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo futuro” (GS 39).
Nuestro testimonio, nuestro compromiso, nuestra catequesis, nuestras celebraciones litúrgicas, nuestra predicación y todas las formas de anuncio se han de centrar siempre en la persona de Jesús y deben conducir cada vez más a Él.
Y nuestro esfuerzo solidario y fraterno ha de ser expresión de una fe profesada, celebrada, vivida y orada. Según Juan Pablo II “para servir al Evangelio de la esperanza, la Iglesia que vive en Europa está llamada también a seguir el camino del amor. Es un camino que pasa a través de la caridad evangelizadora, el esfuerzo multiforme en el servicio y la opción por una generosidad sin pausas ni límites” (EiE 83).

Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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