La cruz: Signo luminoso de amor (14-9-014)
LA CRUZ: SIGNO LUMINOSO DE AMOR
Queridos hermanos en el Señor: Os deseo gracia y paz.
El silencio de la cruz no se identifica con el silencio de la muerte, sino que es signo luminoso de la inmensidad del amor de Dios. El misterio de la cruz es, sobre todo, un misterio de amor. La cruz no se identifica con el triunfo del pecado y del mal. Para algunos, la cruz indica la derrota definitiva de Aquel que había traído la luz y fue vencido por la oscuridad, el odio y la violencia. Se trataría de la expresión palpable de un fracaso. Una necedad. Un escándalo. La cruz cristiana es siempre una cruz habitada. La cruz adquiere sentido por la presencia en ella del Crucificado. La cruz cristiana no es un trozo de madera, ni un pedazo de metal precioso y adornado. La cruz cristiana no es un amuleto, ni un objeto decorativo. La cruz cristiana es Cristo Crucificado.
En la cruz es definitivamente vencido el poder del maligno, que pretende seguir actuando en la historia haciéndose presente en la red de las relaciones humanas. A través del sendero de la humildad, del sufrimiento, de la pasión y de la muerte, Jesucristo nos rescata del influjo amenazador de las tinieblas.
Cristo hace de la cruz el signo e instrumento de la salvación con su voluntaria y perfecta obediencia al Padre hasta la entrega total de su vida. Es el amor el que lleva a Cristo a cargar con nuestras iniquidades para cancelarlas, a tomar sobre sus hombros nuestras ambigüedades y cobardías para sanarlas, a padecer nuestra muerte para destruirla y convertirla en vida nueva. La cruz de Cristo ilumina a todos los que viven en la oscuridad y caminan cegados por la ignorancia. La cruz de Cristo libera a todos los que experimentan la esclavitud del pecado. La cruz de Cristo redime, renueva, purifica y santifica. La cruz de Cristo proclama la fuerza del perdón y de la misericordia e invita a creer en el amor infinito de Dios por cada ser humano.
Al aceptar voluntariamente la muerte, Jesús lleva sobre sus hombros la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. Solamente llegamos a ser verdaderos cristianos cuando aceptamos con amor y por amor nuestra propia cruz, sabiendo que no la llevamos solos, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de entrega. Y la hemos de llevar cada día, conscientes de que, con Jesucristo, se tratará siempre de un yugo suave y de una carga ligera. La cruz de Cristo nos remite, también, a contemplar el rostro de los crucificados, de todos aquellos que viven su condición de cristianos arriesgando y perdiendo la vida, soportando incomprensiones y rechazos, padeciendo violencia y exclusión, sufriendo injustamente, gimiendo como víctimas inocentes. Son la carne de Cristo sufriente. Forman parte de su Cuerpo. Nuestra relación con ellos expresa nuestro vínculo con el mismo Cristo. Lo que hacemos a cada uno de estos hermanos más pequeños del Señor, lo hacemos con el mismo Cristo.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca