El Bautismo del Señor (11-1-2015)
EL BAUTISMO DEL SEÑOR
Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
Con el Bautismo del Señor concluye la consideración de los misterios de la infancia de Jesús, su vida de silencio en Nazaret dedicado a la familia y al trabajo. En el Bautismo del Señor en el Jordán se nos manifiesta un profundo significado teológico, pues se revela la identidad de Jesús como Mesías, Hijo de Dios, y la naturaleza de su misión.
San Juan Pablo II quiso que cada jueves, en el rezo del rosario, entre los misterios luminosos, que revelan el Reino ya presente en la persona misma de Jesús, contemplemos, en primer lugar, el Bautismo en el Jordán. Y escribió: “En él, mientras Cristo, como inocente se hace "pecado" por nosotros, entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto, y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la misión que le espera” (Rosarium Virginis Mariae, 21).
Mezclado entre la multitud que acude al Jordán, Jesús se presenta ante Juan el Bautista para recibir un bautismo de penitencia. Juan, el último y más grande de los profetas enviado por Dios para preparar la venida del Reino, se da cuenta de que se va a realizar ante sus ojos un acontecimiento extraordinario. El bautismo de Juan era un rito externo. Los que lo recibían en las aguas del río reconocían la necesidad de cambiar de vida. Pero Jesús, el Mesías, tiene intención de llevar sobre sus hombros el peso de los límites y de las miserias de toda la humanidad.
Escribe san Gregorio Nacianceno: “Juan se niega, Jesús insiste. Entonces: Soy yo el que necesito que tú me bautices, le dice la lámpara al Sol, la voz a la Palabra, el amigo al Esposo, el mayor entre los nacidos de mujer al Primogénito de toda la creación, el que había saltado de júbilo en el seno materno al que había sido adorado cuando estaba en él, el que era y que había de ser precursor al que se había manifestado y se manifestará”.
“Pero Jesús, por su parte, asciende también de las aguas; pues se lleva consigo hacia lo alto al mundo, y mira cómo se abren de par en par los cielos que Adán había hecho que se cerraran para sí y su posteridad, del mismo modo que se había cerrado el paraíso con la espada de fuego”.
Leemos en el “Sermón en la santa Teofanía”, atribuido a san Hipólito, a propósito de esta escena admirable: “La corriente inextinguible que alegra la ciudad de Dios es lavada con un poco de agua. La fuente inalcanzable, que hace germinar la vida para todos los hombres y que nunca se agota, se sumerge en unas aguas pequeñas y temporales. El que se halla presente en todas partes y jamás se ausenta, el que es incomprensible para los ángeles y está lejos de las miradas de los hombres, se acercó al bautismo cuando él quiso”.
El Bautismo del Señor es fundamentalmente un encuentro. Se encuentran la voz que clamaba y la Palabra; el precursor y el Hijo amado; el testigo de la luz y la luz que ilumina a todo hombre. Cristo, que es el inocente, se une a una multitud de pecadores.
En el Bautismo del Señor el Padre nos habla, el Hijo se manifiesta y el Espíritu Santo desciende. El Hijo Jesucristo es eternamente amado por el Padre y él quiere transmitirnos esta experiencia y su eterna respuesta de amor.
Jesús es el Siervo obediente que trae la justicia a los pueblos, es luz de las naciones, abre los ojos a los ciegos y rompe las cadenas de los prisioneros.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca.