Carta a los jóvenes sobre el temor de Dios (11-3-2018)

CARTA A LOS JÓVENES SOBRE EL TEMOR DE DIOS

       Queridos jóvenes:      

       Os deseo gracia y paz.

       En la catequesis oís hablar de los dones del Espíritu Santo. Vuestros catequistas os explican que son siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Leemos en el libro de los Proverbios: “El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor” (Prov 1,7). Y cuando oís “temor de Dios” os asaltan muchas preguntas. Intuís que vuestra relación con Dios, que es Padre misericordioso, no puede basarse en el temor.      

       El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define “temor” con estas palabras: “Pasión del ánimo, que hace huir o rehusar las cosas que se consideran dañosas, arriesgadas o peligrosas”. Según san Hilario de Poitiers el temor es “el estremecimiento de la debilidad humana que rechaza la idea de tener que soportar lo que no quiere que acontezca”.      

      Todos habéis sentido temor ante un peligro, una incertidumbre, una enfermedad, una respuesta cortante de los profesores, un gesto de vuestros padres, un examen imprevisto, una gran cantidad de tareas que realizar, la posibilidad del fracaso, la agresividad de un animal, una escena de terror en una película, el riesgo de un lugar desconocido, la oscuridad de la noche y otras muchas circunstancias. Y nadie os ha enseñado este temor, ni habéis aprendido lo que tenéis que temer, sino que, de repente, el temor aparece ante vosotros.      

       Sin embargo, leemos en un Salmo: “Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor” (Sal 34[33],12). Empezáis a daros cuenta de que el temor de Dios tiene que ser aprendido, puesto que se enseña. Y es que el temor de Dios no se identifica con el miedo, ni con el pánico, ni con el terror, ni con la angustia. No brota de un estremecimiento natural, sino que es un don del Espíritu.      

        Una traducción aproximada, pero real, del temor de Dios es “respeto confiado”. El temor de Dios reside en el amor y su contenido se desarrolla en la vida cristiana. Para ello, es preciso escuchar a Dios, aceptar su luz y confiar en sus promesas.      

        San Pablo escribe: “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abba, Padre!"” (Rom 8,14-15). No somos esclavos, sino libres. No somos siervos, sino hijos. No estamos llamados a sobrevivir bajo el miedo. Y podemos llamar a Dios “Padre”, “Abba”, que es la expresión que usaban los niños y que se puede traducir “Papá”.      

        Delante de vosotros tenéis muchas posibilidades. Un abanico de caminos se abre en vuestro futuro. Pero Jesucristo, vuestro mejor amigo, os dice: “Yo soy el camino” (Jn 14,6). Y, de esta manera podéis estar seguros de que no caminaréis desorientados. No os introduciréis por sendas perdidas que solamente desembocan en el desconsuelo y la tristeza.      

       Tenéis mucha vida por delante. Y necesitáis sentir a vuestro lado y en vuestro interior la presencia de Alguien que merezca respeto y confianza. Respeto porque no os ofrece una posibilidad más, sino el auténtico sendero de vida que os conducirá a la plenitud. Y confianza porque Jesucristo es leal, digno de crédito, no os abandonará jamás. Él os ofrece su amistad y os garantiza que podéis formar parte de una familia de personas libres, capaces de superar cualquier tipo de miedo.      

        Escribe san Juan: “No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jn 4,18). El amor vence la inseguridad, la incapacidad de reaccionar, el pánico. El amor se fundamenta en el respeto y en la confianza.                 

        Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+ Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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