la luz del Señor transfigurado ( 17-3-2019)

LA LUZ DEL SEÑOR TRANSFIGURADO            

      Queridos hermanos en el Señor:  

      Os deseo gracia y paz.

      El segundo domingo de Cuaresma dirige la mirada de nuestro corazón hacia el Señor transfigurado. Mientras Jesús ora, el aspecto de su rostro cambia y sus vestidos brillan de resplandor. Jesús aparece resplandeciente, luminoso. Brilla delante de nosotros. Al escuchar su voz, le decimos: “lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119[118],105).      

       San Pablo afirma que el Señor brilla en nuestros corazones: “Pues el Dios que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo” (2 Cor 4,6).  Hay personas que han vivido experiencias cruciales, determinantes, luminosas. Sus días se han iluminado a partir de acontecimientos, encuentros, vivencias. Se puede decir que han visto la luz. San Pablo explica en los Hechos de los Apóstoles: “hacia el mediodía, durante el camino vi, (…), una luz venida del cielo, más brillante que el sol, que me envolvía con su fulgor a mí y a los que caminaban conmigo” (Hch 26,13).      

        Hay otras personas, como Tobit, que no ven y expresan su dolor: “¿Qué alegría puedo tener? Estoy ciego. No veo la luz del cielo. Vivo en tinieblas como los muertos, que no pueden ver la luz. Soy un muerto en vida. Oigo la voz de las personas, pero no veo a nadie” (Tob 5,10). Pero llega un día en que pueden ver: “Tobit se echó al cuello de su hijo y gritó entre lágrimas: "Te veo, hijo, luz de mis ojos"” (Tob 11,13).  El bautismo también se denominaba “iluminación”, porque se iluminaba el espíritu de quienes recibían la catequesis de iniciación cristiana. En el bautismo se recibe a Cristo, que es “la luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Jn 1,9). El autor de la carta a los Hebreos exhorta: “Recordad aquellos días primeros, en los que, recién iluminados…” (Hb 10,32). San Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica: “todos sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas” (1 Tes 5,5), y a los Efesios: “Antes sí erais tinieblas, pero ahora sois luz por el Señor” (Ef 5,8).  Durante muchos siglos, la jornada se desarrollaba entre el amanecer y el atardecer. La luz del sol señalaba el inicio y el final del día. Mientras era de noche, se suprimían las actividades. Hoy nos sigue inquietando la oscuridad. Cuando caminamos después de anochecer, la tenue luz nocturna de las calles nos produce incertidumbre. Apresuramos el paso hasta llegar a las plazas mejor iluminadas. La luz del portal de nuestros hogares nos devuelve la serenidad. Al llegar a casa, lo primero que hacemos es encender la luz eléctrica.  Las personas enfermas, en medio de la aflicción y la angustia de la noche, esperan con creciente anhelo la luz del nuevo día. Y, con las primeras luces de la naciente jornada, consiguen descansar después del desasosiego nocturno.      

        El Señor nos ilumina porque Él es la luz. Así se lo dijo a sus discípulos. “Jesús les habló de nuevo diciendo: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida"” (Jn 8,12). Por eso, podemos decir: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 27[26],1). También dice Jesús a sus discípulos: “vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14).      

        Llegará un día en que estaremos envueltos en la luz del Señor, como anuncia el Apocalipsis: “Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).            

        Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obsipo de Jaca y de Huesca

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