La experiencia transformadora (15-9-2019)

      LA EXPERIENCIA TRANSFORMADORA            

      Estimados hermanos en el Señor:  

      Os deseo gracia y paz.

      Con el paso de los años crecen nuestros conocimientos, pero también somos cada vez más conscientes de la amplitud de nuestra ignorancia. Hasta hemos dejado de reconocer en la creación la huella del Creador. Escalamos montañas, cruzamos ríos, atravesamos campos y estamos más pendientes del número de kilómetros que hemos caminado que del mismo itinerario que recorremos. Hay quien realiza miles de fotografías sin disfrutar ni un instante del paisaje que contempla o de las personas con las que convive. Al final, una enorme cantidad de imágenes y ni una sola experiencia transformadora.           

      En medio del ajetreo de cada día, sabemos que no hay ninguna dimensión humana que sea ajena a Jesucristo. Nuestro tiempo ofrece muchas oportunidades para reconocer la presencia eficaz de Cristo en la historia y para dar testimonio de su acción misericordiosa.  Y también sabemos que este tiempo nuestro plantea muchos desafíos para nuestra vida personal y comunitaria.  El anuncio cristiano choca a veces con una barrera de indiferencia. En otras ocasiones, hay una incapacidad para valorar y asumir un amor incondicional. Hay quienes viven en clave cristiana pero no tienen experiencia personal y viva del amor de Dios. No se han detenido a considerar que la vida es un regalo, que cada amanecer es una posibilidad, que el encuentro con Jesucristo es decisivo y determinante.      

       Realmente, hay un antes y un después de haber experimentado un acontecimiento vital. Quien vive una experiencia real de encuentro con el Señor no puede seguir siendo la misma persona, porque hay una luz nueva que lo ilumina todo con un inédito fulgor. La luz de Cristo; mejor dicho, el mismo Cristo que es la luz, nos concede una mirada distinta porque todo cambia a nuestro alrededor. Nos relacionamos con el verdadero Dios, rico en misericordia. Nos sentimos partícipes de una familia en camino. En los demás ya no vemos solamente rivales, competidores, enemigos, extraños. A nuestro alrededor se crea una atmósfera de fraternidad. Somos hijos de un mismo Padre y hermanos que navegan en una misma barca surcando las procelosas aguas de la historia.               

      Junto a Cristo ya no nos sentimos solos, porque Él nos acompaña siempre; ni abandonados, porque Él es nuestro origen y nuestro destino y todo se mantiene en Él; ni incapaces, porque nuestra capacidad procede de Él. El encuentro con Cristo no es estático, como una especie de paréntesis, sino que genera una dinámica descendente de gracia que se desborda, e incluye un movimiento ascendente de acción de gracias, un impulso envolvente marcado por la experiencia del amor y un compromiso creciente de testimonio convencido.        

      Los grandes santos siempre se han caracterizado por el impulso que les movía a dar testimonio de Jesucristo. Se les salía el corazón por los poros. Y en ocasiones abrían sus labios para compartir la abundancia que latía en sus entrañas. O hablaban de Cristo o hablaban con Cristo.       

      No es posible dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de las personas sin contar con las profundas necesidades del corazón humano. Para ello, tenemos que acostumbrarnos a compartir la mirada de Cristo. Él sabe ver lo que hay en el interior de cada uno. Jesús es en sí mimo la máxima realización del amor al Padre y del amor a los hermanos.      

      Hemos sido elegidos en Cristo (cf. Ef 1,4) con amor eterno y desbordante. Esta es nuestra identidad y nuestra responsabilidad.              

      Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca.

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