La soledad poblada de aullidos y la soledad sonora (23-2-2020)

      LA SOLEDAD POBLADA DE AULLIDOS Y LA SOLEDAD SONORA            

      Queridos hermanos en el Señor:  Os deseo gracia y paz.

      Se puede contemplar la soledad desde un triple punto de vista: 1) como algo externo (la soledad), en primera persona (mi soledad) y poniéndole rostro cercano y concreto (tu soledad).      

      1) La soledad. Conocemos las estadísticas, los registros, los números. Por lo general, son rostros lejanos, distantes. Sabemos que existe una envolvente soledad, la de quienes experimentan injusticia, humillación, rechazo, falta de solidaridad, aflicción. Hay muchas personas afligidas, doloridas, angustiadas, destrozadas, temblorosas. Personas que sufren, gimen y lloran desconsoladamente. “El verdadero dolor es el que se sufre sin testigos”, decía el poeta latino Marco Valerio Marcial.      

      2) Mi soledad. El fenómeno cambia cuando se convierte en experiencia propia. En este caso, la soledad aparece en dos grandes dimensiones:      

      a) La soledad poblada de aullidos. El Deuteronomio dice que Dios encontró al pueblo: “Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos” (Dt 32,10). Es la soledad del desierto, de la lejanía de Dios. Donde surgen los aullidos del peligro, la amenaza de la oscuridad. La soledad de nuestras manos tendidas que se repliegan sin encontrar respuesta. La experiencia de incertidumbre, riesgo, peligro, acecho.       b) La soledad sonora. El “Cántico” de San Juan de la Cruz menciona “la noche sosegada // en par de los levantes de la aurora, // la música callada, // la soledad sonora, // la cena que recrea y enamora”. Existe una soledad habitada, donde se oye el eco del amor. Se hace presente y manifiesta la cercanía de las personas amadas.      

      3) Tu soledad. Ya no miramos con frialdad una escena ajena, ni dirigimos la mirada hacia nosotros mismos, sino que vemos el reflejo de la soledad en las personas a las que amamos. Su soledad no nos resulta extraña, ni lejana, sino compartida. Es posible compartir el misterio desgarrador de la soledad desde la profundidad del corazón. Es posible mirar más allá de nosotros mismos y descubrir corazones habitados por otra soledad.      

       Es entonces cuando la noche se puede convertir en tiempo iluminado. Sucede en los momentos de mayor angustia, cuando el sufrimiento cristaliza en un dramático anochecer. En medio de la tristeza, amanece una íntima y confiada certeza. Entonces es posible seguir creyendo y continuar esperando, porque se vive amando y siendo amados.      

       Es la soledad que se puede comparar a un triste anochecer, cuajado de dolor oscuro. Quien más nos enseña a mirar la soledad de los demás es la mujer experta en amor: la Virgen María. Ante la soledad, brilla la llama viva, creyente, esperanzada y amorosa de la fe de María. El Concilio Vaticano II nos ofrece una bella reflexión: “También la Virgen bienaventurada avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz, ante la cual resistió en pie” (LG 58). Porque se trata de resistir en pie.      

        Ante la cruz, la Virgen María experimentó la soledad sonora. Toda la vida de Jesús se le fue haciendo eco e imagen. Fue recordando los episodios vividos en común, desde la Anunciación hasta la sepultura. En su mente se agolpaban palabras, escenas, acontecimientos. Toda la vida del Señor de la Vida fue discurriendo constantemente por la memoria dolorosa de la Virgen. Todo le recordaba a su Hijo. Recordar, en sentido profundo de “volver al corazón”. María revivió, volvió a vivir, tantos y tantos días de amor y de desgarro, de ilusión y paz, de comentarios, de palabras y milagros de su Hijo.      

         Y María supo contemplar, gemir, creer, esperar y amar. Y lo hizo en pie junto a la cruz.      

         Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+ Julián  Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca.

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