Oración confiada por los difuntos de coronavirus (19-7-2020)

ORACIÓN CONFIADA POR LOS DIFUNTOS DE CORONAVIRUS

     Queridos hermanos en el Señor:
     Os deseo gracia y paz.

     Durante los meses más duros de pandemia, muchas familias no han podido despedirse de sus seres queridos como hubiesen deseado. Las medidas higiénico-sanitarias de prevención hacían difícil, si no imposible, la proximidad física en los momentos decisivos.
     Tender la mano hacia una persona que se dirige al encuentro definitivo con el Señor es una experiencia inolvidable. En esos momentos, es posible compartir con esperanza y serenidad los últimos latidos de vida, sabiendo que la existencia no concluye, sino que se transforma.
       La Iglesia ha estado cerca de todos los enfermos, especialmente de los moribundos y de sus familiares y amigos. No ha habido ninguna persona que haya muerto sola, porque ha estado acompañada por la oración incesante de toda la Iglesia.
      Durante estos días, vamos a recordar con cariño y agradecimiento a todas las personas que ya no están con nosotros: los ancianos, los que sufrían alguna enfermedad previa y también aquellos otros cuya salud no daba muestras de inquietud ni síntomas de riesgo. Y rezaremos, de un modo especial por todos los sanitarios que pusieron su salud, y hasta sus vidas, al servicio de los demás. Y por quienes contrajeron la enfermedad en el ejercicio de sus actividades profesionales e hicieron de su trabajo una vocación de servicio generoso.
       La sociedad entera y toda la Iglesia deben mucho a tantas personas que nos han dejado el ejemplo de su vida, el estímulo de su calidad personal y la responsabilidad de imitar sus virtudes.
       Queremos dar gracias a Dios por todas y cada una de las personas que nos han dejado. En cada rostro, en cada historia, en los detalles conocidos y en las vicisitudes desconocidas podemos leer innumerables relatos conmovedores.
       Los ancianos vivieron circunstancias dramáticas en nuestra historia común. Afrontaron mil y una dificultades, asumieron riesgos, superaron incertidumbres, sacrificaron su propia vida por dar mayores oportunidades a sus descendientes, prescindieron de comodidades y privilegios.
       Muchos tuvieron que abandonar las tierras que les vieron nacer, e iniciaron viajes que les llevaron más allá de lo que nunca hubieran podido imaginar. Atrás quedaron los campos y los ganados, el dulce sabor del terruño, la apacible, austera y dura vida rural. La industria, las cadenas de trabajo, el horario hecho a base de madrugones, sudor y cansancio, la diversas posibilidades de empleo en el sector servicios, inauguraron una vida distinta cuajada de esfuerzo, penurias y renuncias.
       Y cuando, después de muchos años de trabajo, pudieron disfrutar de la justa recompensa del Estado de bienestar, lo que al principio eran noticias lejanas de circunstancias vividas fuera de nuestras fronteras, se convirtió en un golpe inesperado y letal.
       Ya no se trataba de otros, los lejanos, los de diferentes y distantes lenguas y culturas. Éramos nosotros quienes nos sentíamos zarandeados directamente. Comenzó la secuencia de nombres conocidos, de historias compartidas, de tristeza extendida, feroz e indiscriminada.
       Por eso deseamos rezar por todos, porque sus vidas merecieron la pena. Y porque su muerte nos ha despertado de nuestras falsas seguridades. Son ellos los que nos han abierto los ojos para saber mirar, y no solamente ver. Son ellos los que nos han abierto los oídos, para saber escuchar y no solamente oír.
       Y también deseamos compartir la esperanza en la resurrección. El amor es más fuerte que la muerte.
        Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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