Animarse y ser animado (29-1-2023)

ANIMARSE Y SER ANIMADO

     Queridos hermanos en el Señor:
     Os deseo gracia y paz.

     En nuestras conversaciones habituales solemos repetir con frecuencia: ¡Ánimo! Y lo decimos sinceramente, con el profundo deseo de que la persona que está a nuestro lado salga de su situación de desaliento, desorientación o, incluso, depresión.
    Cuando la aflicción, la apatía y la desilusión se abaten sobre alguien, es difícil comunicar nueva vida con discursos eruditos o recetas prefabricadas. Cuando duele el alma, no bastan las palabras.
    Hay personas que nunca se animarán por sí solas, porque su sufrimiento está muy arraigado, su dolor viene de lejos y su angustia no es momentánea. No podemos tomar en broma el temor que paraliza o la dejadez que se adueña desde dentro como un potente invasor. Hay quienes se sienten interiormente destruidos, rodeados de una espesa oscuridad.
     El ánimo sólo puede llegar de quien es capaz de dar vida allí donde no se aprecian más que cenizas, allí donde faltan fuerzas para caminar, allí donde las tinieblas sofocan cualquier destello de luz.
Solamente puede animar el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, fuente de genuina inspiración, manantial de fuerza y vigor, cauce de torrentes de agua viva y regeneradora.
     Más que animarse, se trata de ser animado, alentado, acompañado, inspirado por el Espíritu Santo. Rezamos diciendo: “Ven Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo, (…) luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos”. Y reconocemos: “Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro”.
     Tampoco se trata de una actitud meramente pasiva, sino abiertamente acogedora y disponible. Hay que recibir el impulso del Espíritu, acoger su capacidad revitalizadora, admitir que su potencia puede dar vigor a nuestros pies y nuestros brazos y poner en marcha nuestro corazón. Y comenzar una nueva trayectoria vital que reconoce una fuerza que viene de lo alto, y también de la comunidad eclesial orante y de la propia disposición interior que desea secundar la iniciativa del Espíritu Santo.
     Si abrimos los labios es para orar en silencio: “Deja que el Espíritu Santo actúe en ti”; “no te cierres a su intervención”, “no extingas su llama”, “no sofoques su potencia”, “no descuides ni anules su presencia”. En ocasiones, hasta sobran las palabras, sobre todo las palabras superfluas, las insípidas repeticiones de fórmulas vacías y carentes de sentido.

     Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca

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