"Les he dado y les daré a conocer tu nombre" -Jn 17, 26- (20-5-2012)
Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
De vez en cuando se acercan a los sacerdotes algunos padres compungidos, con una profunda tristeza en el corazón, para decirnos que no han logrado, o no han sabido, transmitir la fe a sus hijos. Aparentemente, de nada ha servido el testimonio familiar, la educación en colegios religiosos, la invitación constante a participar en los sacramentos, de modo especial en la Eucaristía dominical. “¿Qué es lo que hemos hecho mal?”, se preguntan.
No es fácil responder a este interrogante. El Concilio Vaticano II reconoce una responsabilidad en los creyentes: “en cuanto que, por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo” (Gaudium et Spes, 19).
Pero la convicción es firme: “La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse” (GS 10). Y también: “La Iglesia sabe muy bien que su mensaje conecta con los deseos más profundos del corazón humano” (GS 21).
Las experiencias más ricas o más profundas trascienden nuestra conciencia, desbordan nuestra capacidad de expresión. Escribió San León Magno: “Nunca faltan motivos para la alabanza, porque nunca es bastante la elocuencia de quien alaba. Alegrémonos, por tanto, de nuestra incapacidad para hablar acerca de tan gran misterio de misericordia y, puesto que no podemos expresar todo lo que hay de sublime en nuestra salvación, reconozcamos que es bueno para nosotros el vernos así desbordados”.
Siempre existirá una distancia entre lo que queremos transmitir y lo que logramos comunicar, un abismo entre lo que deseamos expresar con nuestra vida y el pálido reflejo de nuestra realidad concreta.
Recordaba Pablo VI: “para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites” (Evangelii nuntiandi, 41). Y, a continuación, subrayaba la importancia y necesidad de la predicación: “Sí, es siempre indispensable la predicación, la proclamación verbal de un mensaje. Sabemos bien que el hombre moderno, hastiado de discursos, se muestra con frecuencia cansado de escuchar y lo que es peor, inmunizado contra las palabras” (EN 42). Por eso, añadía: “El tedio que provocan hoy tantos discursos vacíos, y la actualidad de muchas otras formas de comunicación, no deben, sin embargo, disminuir el valor permanente de la palabra ni hacer perder la confianza en ella. La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios” (EN 42).
San Bernardo solicitaba a sus oyentes: “Escuchad por compasión a un hombre que tiembla porque tiene que hablar y no puede callar”.
El la oración sacerdotal de Jesús escuchamos: “Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos” (Jn 17,26). El protagonismo no nos corresponde a nosotros. Es el mismo Jesucristo quien nos ha dado a conocer al Padre y quien continúa dándonoslo a conocer. De Jesucristo hemos recibido y seguimos recibiendo continuamente. El amor del Padre en nosotros, y Cristo mismo en nosotros, es la única respuesta.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca