Un anuncio de esperanza (28-10-2012)

UN ANUNCIO DE ESPERANZA

Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.

En 2008, la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada al tema “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”, concluyó con un “Mensaje al Pueblo de Dios” donde se decía: “Jesús, en la parábola del sembrador, nos recuerda que existen terrenos áridos, pedregosos y sofocados por los abrojos (cf. Mt 13,3-7). Quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación y miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción se reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma. Como es "mera sombra el humano que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona" (Sal 39,7), muchos sienten cernirse sobre ellos también el silencio de Dios, su aparente ausencia e indiferencia: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?" (Sal 13,2). Y al final, se yergue ante todos el misterio de la muerte”.
El “Mensaje” continuaba afirmando: “La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra hacia el cielo. Bastaría sólo con pensar en las páginas marcadas por la violencia y la opresión, en el grito áspero y continuado de Job, en las vehementes súplicas de los salmos, en la sutil crisis interior que recorre el alma del Eclesiastés, en las vigorosas denuncias proféticas contra las injusticias sociales”.
Y añadía: “Pero, sobre todo, en las Escrituras domina principalmente la figura de Cristo, que comienza su ministerio público precisamente con un anuncio de esperanza para los últimos de la tierra: "El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (Lc 4,18-19). Sus manos tocan repetidamente cuerpos enfermos o infectados, sus palabras proclaman la justicia, infunden valor a los infelices, conceden el perdón a los pecadores. Al final, él mismo se acerca al nivel más bajo, "despojándose a sí mismo" de su gloria, "tomando la condición de esclavo, asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre... se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2,7-8)”.
También decía: “Y aún así, también en ese momento extremo, no deja de ser el Hijo de Dios: en su solidaridad de amor y con el sacrificio de sí mismo siembra en el límite y en el mal de la humanidad una semilla de divinidad, o sea, un principio de liberación y de salvación; con su entrega a nosotros circunda de redención el dolor y la muerte, que él asumió y vivió, y abre también para nosotros la aurora de la resurrección. El cristiano tiene, pues, la misión de anunciar esta Palabra divina de esperanza, compartiéndola con los pobres y los que sufren, mediante el testimonio de su fe en el Reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, de amor y paz, mediante la cercanía amorosa que no juzga ni condena, sino que sostiene, ilumina, conforta y perdona, siguiendo las palabras de Cristo: "Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso" (Mt 11,28).

Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

 

+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca

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