Comentario evangélico. Asunción de María.
El 15 de agosto la Iglesia celebra la glorificación en cuerpo y alma al cielo de la Virgen. Según la doctrina de la Iglesia católica, que se basa en una tradición acogida también por la Iglesia ortodoxa (si bien por ésta no definida dogmáticamente), María entró en la gloria no sólo con su espíritu, sino íntegramente con toda su persona, como primicia –detrás de Cristo- de la resurrección futura.
La «Lumen gentium» del Concilio Vaticano II dice: «La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo».
El pasaje del Evangelio elegido para esta fiesta es el episodio de la Visitación de María a Santa Isabel, que se cierra con el sublime canto del Magnificat. El Magnificat puede definirse como un nuevo modo de contemplar a Dios y un nuevo modo de contemplar el mundo y la historia. Dios es visto como Señor, omnipotente, santo, y al mismo tiempo como «mi Salvador»; como excelso, trascendente, y al mismo tiempo como lleno de premura y de amor por sus criaturas. Del mundo se pone en evidencia la triste división en poderosos y humildes, ricos y pobres, saciados y hambrientos, pero se anuncia también el derrocamiento que Dios ha decidido obrar en Cristo entre estas categorías: «Ha derribado a los poderosos...». El cántico de María es una especie de preludio al Evangelio. Como en el preludio de ciertas obras líricas, en él se apuntan los motivos y las arias importantes cuyo destino es su desarrollo, después, en el curso de la ópera. Las bienaventuranzas evangélicas se contienen ahí como en un germen y en un primer esbozo: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que tienen hambre...».
En el Magnificat María nos habla también de sí, de su glorificación ante todas las generaciones futuras: «Ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva. Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada. Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí». De esta glorificación de María nosotros mismos somos testigos «oculares». ¿Qué criatura humana ha sido más amada e invocada, en la alegría, en el dolor y en el llanto, qué nombre ha aflorado con más frecuencia que el suyo en labios de los hombres? ¿Y esto no es gloria? ¿A qué criatura, después de Cristo, han elevado los hombres más oraciones, más himnos, más catedrales? ¿Qué rostro, más que el suyo, han buscado reproducir en el arte? «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada», dijo de sí María en el Magnificat (o mejor, había dicho de ella el Espíritu Santo); y ahí están veinte siglos para demostrar que no se ha equivocado.
¿Qué parte tenemos nosotros en el corazón y en los pensamientos de María? ¿Tal vez nos ha olvidado en su gloria? Como Ester, introducida en el palacio del rey, ella no se ha olvidado de su pueblo amenazado, sino que intercede por él. «Siento que mi misión está a punto de empezar: mi misión de hacer amar al Señor como yo le amo, y dar a las almas mi caminito. Si Dios misericordioso escucha mis deseos, mi paraíso transcurrirá en la tierra hasta el fin del mundo. Sí; quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra». Con estas palabras Teresa del Niño Jesús descubrió e hizo suya, sin saberlo, la vocación de María. Ella pasa su cielo haciendo el bien en la tierra, y nosotros somos testigos de ello.
P. Rainiero Cantalamesa