Comentario evangélico. Domingo 20 C Ordinario.

       Hay una expresión de Jesús en el Evangelio de este domingo que cada vez llama nuestra atención y exige ser comprendida adecuadamente. Mientras se dirige hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz, Cristo confía a sus discípulos: «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra» (Lucas 12, 51-53).

       Quien conoce, aunque sea sólo un poco, el Evangelio de Cristo sabe que es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, «es nuestra paz» (Efesios 2, 14), muerto y resucitado para abatir el muro de la enemistad e inaugurar el Reino de Dios que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican entonces sus palabras? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice que ha venido para traer --según la redacción de san Lucas-- la «división», o según la de san Mateo, la «espada»? (Mateo 10, 34)

       Esta expresión de Cristo significa que la paz que Él vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Por el contrario, la paz de Jesús es fruto de una constante lucha contra el mal. El enfrentamiento que Jesús está decidido a afrontar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, Satanás.

       Quien quiere resistir contra este enemigo siendo fiel a Dios y al bien tiene que afrontar necesariamente incomprensiones y en ocasiones auténticas persecuciones. Por ello, quienes quieren seguir a Jesús y comprometerse sin compromisos a favor de la verdad tienen que saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, aunque no lo quieran, en signo de división entre las personas, e incluso dentro de sus mismas familias.

       El amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para ser vivido auténticamente no puede anteponerse nunca al amor de Dios y de Cristo. De este modo, siguiendo las huellas del Señor Jesús, los cristianos se convierten en «instrumentos de paz», según la famosa expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, perseguida con valentía y tenacidad en el compromiso cotidiano por vencer al mal con el bien (Cf. Romanos 12,21) y pagando el precio que esto comporta.

         La Virgen María, Reina de la Paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno y sigue compartiéndola hasta el final de los tiempos. Invoquemos su materna intercesión para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin descender a compromisos con el mal.

P Rivero (SS. Corazones)

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