Comentario evangélico. Corpus Christi, ciclo B.
Preparadnos allí la cena
Hoy celebramos la presencia real y gloriosa de Cristo en el sacramento de la eucaristía que fue instituido en la Última Cena. Hoy rendimos homenaje jubiloso a Cristo que, mediante este sacramento, ha concedido a la iglesia el más grandiosos regalo. Como la liturgia de las horas es, en cierto modo, contemplación de lo que el pueblo celebra y recibe en la misa, me permito traer a nuestra consideración el magnífico compendio que santo Tomás de Aquino logró al componer la antífona del Magnificat de las segundas vísperas de esta solemnidad: “¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la vida futura! Aleluya”. Sin duda que esta es la fe de la iglesia, la fe apostólica y que, como vemos, está contenida perfectamente en el pasaje del evangelio que hoy se nos proclama.
El Señor nos dice “tomad, esto es mi cuerpo”, “esta es mi sangre”. Mucho más que el maná, mucho más que la harina en el cuenco de la viuda de Sarepta, mucho más que el pan multiplicado, repartido y sobreabundante. Ahora es su cuerpo. Y su sangre, más salvadora que aquella con la que Moisés roció al pueblo. Mucho más que la de los machos cabríos y toros. Es la sangre de Cristo, que habla mejor que la de Abel, porque es la de la nueva alianza, la universal, que se contiene en el sacramento de la eucaristía.
Cuerpo entregado, sangre derramada. Cristo roto, Cristo mártir, Cristo propiciación. Por mí, por nosotros, por todos. Y no es poesía es la realidad de la Cruz, que se hace salvación para los que comemos de este pan y bebemos de este cáliz. Entrega y derramamiento que es gracia: la vida de Dios que se nos transmite para que seamos y vivamos como hijos suyos. Es verdad que esta filiación se nos da en el bautismo, pero la plenitud es eucarística, además de anticipo del cielo. Recuerdo siempre en este día las palabras del cardenal Van Thuan, cuando, al predicar los ejercicios al papa san Juan Pablo II y a su curia, repetía que la eucaristía nos hace concorpóreos y consanguíneos con Cristo. El sacramento sumido nos asume, nos hace reconocibles para Dios como hijos suyos participantes de la vida y de la muerte de Jesús, de su pasión y su gloria.
“Preparadnos allí la cena”. El allí del cenáculo es el aquí de mi vida y de la vida de la iglesia a la que pertenezco. Hagamos preciosa nuestra estancia interior. Hagamos preciosa nuestra iglesia local, nuestras parroquias o comunidades. Hagámoslas preciosas dejando que el Espíritu Santo obre en nosotros el misterio de la comunión. Comunión de fe, de esperanza y de caridad. Comunión de identidad y de misión. Esta es la verdadera renovación, esta es la alegría del evangelio. Para ello recibamos al que viene con aquella pureza, humildad y devoción con que lo recibió su madre, María.
José Antonio Calvo Gracia