Comentario evangélico. Domingo 17 Ordinario, ciclo B.
Saber retirarse
El milagro es indiscutible, como interminable y sobreabundante el reparto de los cinco panes y los dos peces. También es abundante el número de matices y de interpretaciones al que da pie este hecho de la vida de Jesús. Y aunque todos (o casi todos, por curarme en salud) sean legítimos, habrá que escoger el principal de los sentidos: “Este es verdaderamente el Profeta que tenía que venir al mundo”. Y lo dice la gente… Y lo dice cuando “estaba cerca la Pascua”...
Al meditar este fragmento o cualquier otro de la Sagrada Escritura no podemos prescindir del dato revelado fundamental que es la salvación en y por Cristo. Si grande es el prodigio de la multiplicación de los panes y los peces, más prodigioso es el don de la gracia -de la filiación divina- conseguido por la ofrenda de Jesucristo al Padre. Si grande es el milagro del saciar el hambre de la multitud, más grande es la misericordia de Dios ante la miseria humana. Si grande es el portento de la sobreabundancia de los necesarios bienes materiales, más grande es el participar del máximo bien en la comunión de la iglesia, unidos en la paz por el Espíritu Santo.
Cuando Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebra la iglesia el próximo 31 de julio, quiere compartir su experiencia más profunda, propone considerar el Principio y Fundamento, que en síntesis no sería otra cosa que poner a Dios en su sitio, considerando la primacía y suficiencia de su amor para con nosotros, al mismo tiempo que ver como el ser humano tiene su fin, no en las cosas creadas que son puro medio, sino en el gozo perfecto de estar junto al Padre, al Hijo y al Espíritu, alabándole siempre, más y más. Siempre es aquí y ahora, y por eternidad de eternidades.
De este sólido fundamento, brota la vida cristiana que unifica el don y la misión: hijos en el Hijo para que el mundo sea, y valga tanta redundancia, un mundo de hijos en el Hijo. Sin esta perspectiva, que es bíblica y patrística, en plena consonancia con el anuncio del concilio Vaticano II, la virtud del evangelio se malogra, convirtiendo el plan de Dios en una mera ideología sobre el hombre, que, parafraseando a Nietzsche, sería “humana, demasiado humana”. Y lo que el mundo necesita (siempre lo ha necesitado) es conocer, amar y servir conscientemente a “un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo”.
Ya podemos repartir el pan. Ya podemos hacerlo en caridad. Sin ella, “de nada me serviría”. No lo olvidemos: tenemos que partirnos, repartirnos y compartirnos en caridad. Es nuestro sello. María nos enseña a darlo todo, dándonos al Hijo de sus entrañas. Después, con él y con ella, evitando cualquier triunfalismo, sabremos retirarnos otra vez a la montaña.
José Antonio Calvo Gracia