Comentario evangélico. Domingo 24 Ordinario, ciclo C.
¡Vamos!, ¡a organizar fiestas en el cielo!
Ya era hora de que llegase este domingo en el que la Iglesia, reunida del uno al otro confín, escucha en la celebración de la sagrada eucaristía las parábolas de la misericordia. Hoy, dos de ellas, que van de bienes perdidos: una oveja y una moneda. Pero la primera constatación es que aunque el Señor se refiera a bienes materiales en sus ejemplos, a lo que se está queriendo referir es a nosotros, que somos -por así decirlo, aunque Dios no necesita de nada- su bien o, por matizar, su alegría. Como los hijitos pequeños son la alegría de sus jóvenes padres. Esta alegría propia de los papás se extiende a toda la familia, de modo que, también para la Iglesia, nosotros somos alegría.
Pero… podemos perdernos. Qué expresión tan dura esa de “es un perdido” o “es una perdida”. Pues no es nada comparada con la situación de postración en la que quedamos tras el pecado. Por personalizar más, tras pecar. Una oveja perdida no puede hacer nada por sí misma, salvo comer y comer sin medida hasta reventar o hasta que el lobo de turno se la meriende y las aves carroñeras se encarguen de sus despojos. ¿Y una moneda perdida? Como aquella “falsa moneda que de mano en mano va”, que dice la copla. En fin, un panorama desolador. Hasta cierto punto desolador, porque resulta que el dueño tiene una verdadera preocupación por recuperar su alegría -que eres tú- y va a buscarla. ¡Grande, la Encarnación! Pero no solo tiene que buscarla y encontrarla: tiene que pagarla. ¡Grande, la Redención y la Pascua! Y lo hace. ¡Grande, el Señor!
Lo que ya no se entiende es que, una vez que el Señor lo ha hecho todo por redimirte y reconciliarte, te sigas revolviendo y rebelando contra él, porque prefieres seguir perdido. Y después de mentar una copla, ahora se me ocurre hacer lo propio con un bolero: “perdida, sin rumbo, y en el lodo”. ¿Cómo se puede preferir esa situación a la de la reconciliación con el Padre amoroso o a la celebración de un banquete de bodas? No me lo explico, pero sucede. Solo se me ocurre decirte y suplicarte que “no detengas el momento por las indecisiones, para unir alma con alma, corazón con corazón”. Tu alma, con la de Dios. Tu corazón, con el de Dios. Es la hora: conversión y confesión. El resto -lo más duro, lo que tú no puedes- ya lo ha cumplido Dios. Ahora solo te toca darle una alegría y organizar una fiesta en el cielo, porque él es tu Padre.
María, puerta de la Misericordia, te lo está susurrando al corazón.
José Antonio Calvo