Comentario evangélico. Domingo 27 Ordinario, ciclo C.
No te avergüences
“No te avergüences del testimonio del Señor”. San Pablo es san Pablo y, como apóstol de los gentiles, dice las cosas muy claras. Se lo dice a Timoteo, nada más y nada menos, su alter ego, el obispo de Éfeso. Quizás porque los obispos necesitan que les recuerden de vez en cuando que “Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza”. Pero no solo los obispos, yo me aplico el cuento. Y les invito a que también ustedes hagan lo propio. Sobre todo, teniendo en cuenta que la santa desvergüenza correspondiente a un hijo de Dios consiste en tomar parte “en los padecimientos por el Evangelio”. Eso sí: según “la fuerza de Dios”. No según mi fuerza ni según la del consejo pastoral ni según la de la administración diocesana. No. La única fuerza con posibilidad de salvar es la fuerza de Dios.
¿Qué tiene que ver la fuerza de Dios y la fe? Primero habrá que distinguir entre una fe humana y una fe sobrenatural. El evangelio habla de esta última: el testigo fiel en quien se apoya nuestra fe es Jesucristo y el fundamento de esta fe está en un don recibido en el bautismo. Esta fe, cultivada en la Iglesia, es la que tiene fuerza para decirle a la morera “arráncate de raíz y plántate en el mar”· Fuerza para decir y hacer. Esta fe es de Dios, es mía/nuestra, es de la Iglesia. De ahí el Creo/Creemos del Catecismo de la Iglesia Católica. ¿Quién mueve la fe? Es el “gran desconocido”, el Espíritu Santo. El gran desconocido es quien nos guía a la verdad plena que es Dios. Una nueva paradoja que solo podemos vislumbrar encajándola en el misterio de Dios, “en quien vivimos, nos movemos y existimos”.
Hoy es el Día de la Educación en la Fe. Todo Aragón lo celebra, porque estamos convencidos de que “el justo por su fe vivirá”. Estamos convencidos de que, entre tantas sacudidas de unos y otros, cuando hablamos de fe, estamos hablando de vida. Estamos convencidos de que una vida sin fe sobrenatural en el Dios cristiano es una vida que no consigue alcanzar la plenitud. Por eso, de un modo u otro, la presencia de la realidad de la fe confesada o explicada en el espacio público es una cuestión de humanidad. Renunciar a esta presencia social sería traicionar el amor de Dios que quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Ah… y no olvidemos que la fe no es un hecho privado o un hecho público: ¡la fe es personal! Por eso nadie puede impedirnos que la vivamos y la profesemos en todos los ambientes que frecuentamos: familia, escuela, política…
María, madre de la misericordia, enséñanos a cuidar de la fe.
José Antonio Calvo Gracia