Comentario al evangelio. Domingo 7º Ordinario, ciclo C.

1.– Las heridas del corazón sólo pueden ser curadas con amor. 

      Todos hemos sufrido “heridas morales” que nos han hecho sufrir: el odio, la calumnia, la envidia, la violencia, la humillación. Estas heridas han dejado huellas tan profundas que nosotros no podemos curar. No tenemos un amor tan grande que pueda olvidar. Pero Dios sí. El salmo 103 nos habla del amor perdonador de Dios y pone estas frases: “perdona todas tus culpas” y “cura todas tus enfermedades”.  Nuestras culpas, por numerosas que sean, son como gotas de agua que caen en el mar infinito de su amor misericordioso. Nuestras enfermedades, en este contexto, son las secuelas del pecado, las huellas que han marcado nuestra carne y han dejado unas profundas cicatrices. De todas esas enfermedades nos libra el Señor. Dirá muy bien San Agustín: «Para un médico tan poderoso no hay enfermedad que se le resista”. Ahora bien, si nosotros, no con nuestro pequeño amor, sino con el amor grande que Dios nos da, somos capaces de curar esas heridas humanamente incurables, somos conscientes del gran milagro que se ha obrado en nuestro corazón, y entonces saltamos de gozo, y lo celebramos con gran júbilo.  


2.– El que ama sin esperar nada a cambio, está capacitado para entender el verdadero amor.  

      Ya los griegos solían hablar de dos tipos de amores: el “erótico” que es un amor interesado. Y el “ágape” que es amor desinteresado. Normalmente nosotros amamos con amor interesado: Amo porque me aman; amo porque así me amarán a mí; doy para poder recibir; o amo porque me caen bien las personas o por las cualidades que tienen. Los que nos movemos en este tipo de amores, nunca podremos disfrutar del verdadero amor. Jesús, en su evangelio, nos hace una propuesta:” cuando hagas una comida o una cena, invita a los que no pueden pagarte” (Lc. 14,13).  Así descubrirán el gozo de dar a fondo perdido, de servir a cambio de nada, Experimentarás que “hay mayor alegría en el dar que en el recibir” (Hechos 20,25).  “El auténtico amor no exige paga; le basta con existir para estar pagado”. El que tiene este amor tiene un verdadero tesoro. Y ese tesoro es Dios, “el mejor pagador”.   Decía Santa Teresita: «Amar es darse sin medida/ pues el amor salario no reclama/ Yo te doy, sin contar, toda mi vida/, pues no sabe de cuentas el que ama”.


3.– Sólo los limpios de corazón, pueden ver la grandeza y hermosura de Dios. 

      El evangelio de hoy termina hablando de una medida “generosa, colmada, remecida, rebosante”.  Esa es la medida que debemos usar para dar la talla en la vida, para realizarnos plenamente como personas, para disfrutar de todo lo que Dios nos ha dado. En el evangelio se habla de “tinajas que rebosan” (Jn. 2,8); de perfume que se derrama (Lc. 7,38): de “doce cestos de panes sobrantes” (Jn.6,13); “de barcas que se hunden por la cantidad de peces” (Lc.5,6). Todo ese derroche, esa sin medida, no es sino un signo del derroche de amor que Dios ha tenido con nosotros. Los tacaños, los mediocres, los que le dan a Dios “lo justito”, nunca podrán conocer a Dios. En cambio, los limpios de corazón, los que no tienen apegos a las cosas materiales, los que le han dado a Dios no sólo el corazón sino “todo el corazón” esos son los que conocen a Dios. Dice San Francisco de Sales: “No es el amor como el oro, que el que más vale es el que más pesa, sino como la llama que, la más pura, es la que más dista de la materia”. Dejemos que la “llama de amor viva” purifique nuestro corazón.  

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