Comentario al evangelio. II Domingo A de Pascua.

DICHOSOS LOS QUE CREEN SIN VER

      Este segundo domingo del Tiempo Pascual fue bautizado por el beato Juan Pablo II como Domingo de la Misericordia. Los versículos del texto sagrado que se proclaman litúrgicamente
tienen una estructura inusual en un evangelio dominical: el texto va presentando distintos personajes que aparecen en un mismo escenario pero en distintos momentos. En cada uno de los actos que se nos presentan, S. Juan nos trasmite un mensaje de gran importancia.
      En el día primero de la semana el Señor se presenta a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos. La escena es bellísima en la sencillez de su narración. El deseo de paz expresado por Jesús, se torna en alegría en el corazón del creyente. El encuentro desde la fe con el Resucitado siempre produce esta doble secuela: la paz y la alegría. Esto se puede convertir para nosotros en un buen indicador de cómo estamos viviendo este tiempo pascual. La alegría y la paz, como frutos de la fe, engendran la misión. El Resucitado exhala su aliento sobre ellos, evocando el momento de la creación del hombre en el relato del libro del Génesis. Estamos ante la nueva creación que en el corazón del creyente generará el perdón de los pecados cuando éstos se presenten ante el ministerio de la Iglesia para ser perdonados. Es el paso de la muerte a la vida, de la que, por voluntad expresa de Jesús, la Iglesia, como esposa de Cristo,  se convierte en protagonista.
      El segundo acto lo protagoniza Santo Tomás. El está ausente en el momento anterior y su corazón, lleno de dolor y de desilusión, es incapaz de acoger el testimonio de sus amigos.
Tomás se convierte en imagen del hombre de hoy. Muchas veces también nosotros necesitamos la comprobación empírica, la demostración positiva para comenzar a movernos. Esa actitud razonable, en ocasiones se convierte en un parapeto magnífico para no dar los pasos y asumir los compromisos que nos exige  la fe en Jesús devuelto a la vida por el Padre.
      El tercer acto completa de manera sublime la escena. Tomás ha vuelto al seno del grupo. El Resucitado se hace de nuevo presente en aquella Iglesia naciente. El corazón de aquel
hombre da un vuelco y pronuncia una de las más bellas oraciones que recoge la Escritura: “¡Señor mío y Dios mío!”. Es la expresión de la fe de la Iglesia a la que él se reincorpora con una fe nuevamente estrenada. Y Jesús pronuncia la última de la Bienaventuranzas: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Esta sentencia del Maestro, se convierte para nosotros en reto ante el que examinar la fortaleza y el compromiso al que nos mueve nuestra fe en la Resurrección del Señor.

† Carlos Escribano Subías,
Obispo de Teruel y de Albarracín

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