Comentario evangélico. Domingo 2 B Ordinario.

Deja de dudar, ven y sígueme.

       De labios de Juan oímos una de las primeras definiciones de Jesús: “he ahí el Cordero de Dios”.   Juan no eligió al azar sus palabras, para sus oyentes, judíos piadosos, la imagen del cordero les evocaba directamente el cordero pascual que todos los años sacrificaban y comían juntos para dar gracias a Dios por la liberación de Egipto.  Esta expresión “Cordero de Dios” también  evocaba la profecía de Isaías (Is 53,7) donde se señalaba la figura del enviado de Dios como un cordero que acepta el sufrimiento sin resistirse.   En definitiva decir que Jesús es el cordero de Dios es afirmar que Jesús es el Salvador prometido por Dios.  Por eso no es de extrañar que los discípulos que oyeron esta definición abandonaran inmediatamente a Juan y se fueran tras las huellas de Jesús.  Posiblemente no le habían visto nunca, ni le habían oído todavía predicar, pero se fueron tras Él, porque el hombre siempre busca a su Creador. 
       Jesús percibe que le están siguiendo y pregunta: “¿qué buscáis?”  Los discípulos no lo saben muy bien, están nerviosos, desean conocer más a Jesús pero no se atreven a formularlo directamente, por eso le contestan con otra pregunta.  Al Señor no le hacen falta muchas explicaciones, pues Él sabe descubrir la verdadera necesidad del hombre.  Por eso les invita sin demora a que le sigan. A que comprueben  ellos mismos quién es el Cordero de Dios.
        En este momento el evangelista nos deja un detalle precioso. Afirma que el momento en el que Jesús realiza la invitación era la hora décima.  Aproximadamente las cuatro de la tarde. Desde esta hora, estuvieron con Jesús todo el día, hasta, probablemente, la mañana siguiente. Un encuentro prolongado con Jesús que llenó de ilusión y esperanza el corazón de estos dos hombres.  El resultado de este encuentro será que, uno de ellos, Andrés, va a compartir con su hermano Simón su alegría: “por fin, hemos encontrado al Mesías, al Cordero de Dios” y lo llevará hasta Jesús.
En la última escena, Jesús mira fijamente a Pedro.  El evangelista no lo dice pero sabemos que esa mirada de Jesús no es una mirada cualquiera. Podemos imaginar que fue una mirada llena de predilección. Una mirada limpia, como solo Dios puede mirar.  La misma mirada entrañable que Jesús debió dirigir a los dos discípulos que, con curiosidad, empezaron a seguirle al inicio de este evangelio.   La mirada de Dios implica también la llamada a una  una misión: en el caso de Pedro, su cambio de nombre, ya indica la misión que le será revelada más adelante. 
          Hoy, todos podemos revivir esta mirada de Jesús, que nos mira directamente a los ojos, que nos tiende la mano y que nos invita a seguirle.  Sabemos que solo Él es capaz de colmar los anhelos más profundos de nuestro corazón. Jesús invita pero nunca obliga, queda en nuestras manos permanecer anclados en nuestra tibieza o ponernos en pie y seguirle.

Rubén Ruiz Silleras.

 

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