Comentario evangélico. Domingo 29 Ordinario, ciclo C.

Orar siempre, sin desfallecer


       Hay dos defectos en muchos cristianos y, en concreto, referidos a la dimensión orante, que se deben evitar: el de los que dicen que rezan continuamente, pero no dedican un tiempo prefijado -el mejor del día para estar delante de la presencia del Señor vivo, y el de los que dedican tiempo a este menester, pero olvidan considerar que están constantemente en la presencia de Dios y que son hijos suyos. ¿Verdad que lo han oído? Y esto no sería problema si no fuésemos seres humanos, pero es que lo somos y necesitamos, para no perder el rumbo, concentrar nuestra vida en el Señor durante un tiempo determinado al día, para no perderlo de vista. Del mismo modo que necesitamos no perderlo de vista para que nuestro rato diario de contemplación orante no esté vacío de amor y lleno de distracciones.

        ¿Cómo aunar lo uno y lo otro? En principio resulta fácil, pero somos expertos en ponernos excusas: la principal es la falta de tiempo y el exceso de actividad, hasta el punto de no parar. Otra excusa secundaria es la de que con tantos impactos visuales, sonoros, sensibles no podemos mantener la quietud necesaria para tener el corazón puesto en Dios, cuando oramos y cuando trabajamos. Excusas y más excusas. Y el único modo de superarlas es tomar -diría santa Teresa, cuya fiesta celebramos ayer- la determinada determinación de orar. Este compromiso de amor supone muchas veces dos esfuerzos: madrugar más (y probablemente, trasnochar menos) y apagar las televisiones y los dispositivos móviles.

     Aunque me he dejado lo fundamental: romper el anonimato en la oración, hablando a Dios de mi vida y viéndole y escuchándole como a un Padre. Ah, y buscar un maestro de oración: en los planes pastorales de nuestras diócesis aragonesas -todos bajo la luz de Evangelii Gaudium- aparece la importancia de no caminar en soledad, de tener un acompañante, un guía. Esto es particularmente
necesario en el camino de la oración. Estamos necesitados de alguien que nos empuje, que nos ponga en nuestros sitio, que nos ayude a entusiasmarnos, que rece por nosotros de un modo desinteresado, que nos escuche siempre y nos comprenda. Nos hace falta un instrumento del Espíritu Santo, un hermano, un amante de la Escritura, un hombre de Dios “que sea perfecto y esté preparado para toda obra buena”. “Es necesario orar siempre, sin desfallecer”. El día que recibí la ordenación presbiteral, el arzobispo Elías Yanes repitió varias veces en la homilía -y lo hizo con vehemencia estas palabras. Las pronunció en latín: “Oportet semper orare, et non deficere”. Son las palabras del mismo Jesucristo. Que por cierto, al hablar de la justicia del Dios que siempre responde, se pregunta: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Más que una duda,es una queja de amor. ¿Por qué no le decimos -abrazados al Pilar de María que sí? Jesús mío, por tu misericordia que se refleja en los ojos amables de María, encontrarás en mí esa fe.


José Antonio Calvo

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