Cincuenta años después ( 27-1-2013)
CINCUENTA AÑOS DESPUÉS
Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
El 25 de diciembre de 1961 el beato Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II a través de la Constitución apostólica “Humanae salutis”. El primer anuncio del Concilio lo había hecho el 25 de enero de 1959, “como la menuda semilla que echamos en tierra con ánimo y mano trémula” (Humanae salutis 13).
En aquel contexto, según Juan XXIII, lo que se exigía a la Iglesia era “infundir en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio” (Humanae salutis 3). Y añadía: “el próximo Sínodo ecuménico se reúne felizmente en un momento en que la Iglesia anhela fortalecer su fe y mirarse una vez más en el espectáculo maravilloso de su unidad” (Humanae salutis 7).
Cincuenta años después de la solemne apertura del Concilio, que tuvo lugar el 11 de octubre de 1962, en el “Año de la fe” resuena en nuestros oídos la insistente llamada a redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo.
Se trata de reconocer que la renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes. Los cristianos, con nuestra misma existencia en el mundo, estamos llamados reflejar la luz del Evangelio. Hemos de renovar nuestra adhesión firme y coherente a Jesucristo, hemos de abrirnos al fortalecimiento de la fe, al testimonio vivo y gozoso del Evangelio.
El amor de Cristo es el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. El evangelio es una fuente de esperanza para la humanidad fría de amor.
El mundo en que vivimos presenta unos rasgos peculiares que ejercen una influencia en el modo en que los creyentes entendemos y vivimos nuestra fe y, también, en la manera en que nuestros contemporáneos se acercan o se alejan de ella. Por ello, hemos de reforzar la calidad de nuestro testimonio. Se trata de reconocer y compartir las alegrías y las esperanzas, las angustias y los sufrimientos de nuestros contemporáneos. Se trata de conocer a cada persona por su nombre, con su rostro, con su historia, con su recorrido, sus avances y retrocesos, sus pausas, sus vacilaciones, sus inseguridades y sus aparentes certezas.
Es necesario anunciar de nuevo con vigor y alegría, con renovados ardor, el Evangelio, la alegre noticia que cambia el rumbo de la historia y nuestra vida personal, el núcleo y fundamento de nuestra fe, el recio soporte de nuestra seguridad, impetuoso viento que disipa nuestros temores e indecisiones.
El Evangelio tiene un nombre: Jesucristo. Suyo es el Evangelio y Él es el Evangelio, la buena nueva que responde a los interrogantes más profundos de la humanidad. Una humanidad que, también hoy, necesita que se infunda en sus venas “la virtud perenne, vital y divina del Evangelio”.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca