El sendero de la santidad (1-11-2015)
EL SENDERO DE LA SANTIDAD
Queridos hermanos en el Señor: Os deseo gracia y paz.
El Concilio Vaticano II afirma con claridad: “todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad” (Lumen gentium 39). Se trata, por tanto, de una llamada. Es previa la iniciativa de Dios. Resulta clara y determinante la voluntad de Dios que quiere que todos seamos santos, es decir, perfectos en el amor. Escribe San Pablo: “Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor” (Ef 1,4).
Además, es una llamada universal, que concierne a todos, sin exclusiones. Según el Concilio, “todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre” (Lumen gentium 11). Ante la cuestión de la santidad, en la vida cotidiana encontramos varias posturas básicas. Hay quienes piensan: “La santidad no es para mí”. Les parece inalcanzable. Se dicen a sí mismos: “Tal vez sea una bella y sugestiva posibilidad, pero para los demás”.
Hay otros que quisieran ser santos a toda costa, a base de esfuerzos personales, pero sin amor; a través de renuncias y sacrificios, pero sin alegría. La santidad les parece un problema que es preciso resolver, cuando, en realidad, es un misterio que agradecer.
Algunos tienen grandes proyectos y deseos, pero se encuentran con resultados exiguos, con frecuentes vacilaciones y titubeos, numerosos tropiezos y reiteradas caídas. Terminan por cansarse, siendo víctimas del desaliento y de la fatiga. Piensan que la meta merece la pena, pero el itinerario resulta excesivamente arduo.
Otros reconocen que están hechos de barro frágil y quebradizo, pero valoran la acción de Dios en sus vidas. Saben que los peligros acechan en cada instante, pero solicitan con humildad ayuda y consejo. Experimentan la misericordia del Señor, la intercesión de los santos, el apoyo de la Iglesia y el vigor de los sacramentos. Miran con frecuencia a la Virgen María implorando asistencia y protección. La santidad es, fundamentalmente, un don de Dios. Una gracia no exenta de responsabilidad. Un regalo que lleva consigo un compromiso, una tarea. La santidad es una delicada labor en la que se van entretejiendo diferentes hilos.
La santidad es la capacidad de ser transparencia de la luz. Santo es el que deja pasar la luz, como las vidrieras de nuestras iglesias.
El santo es una persona creyente, testigo de la esperanza y cuya fe se vuelve activa en el amor. El amor es el alma de la santidad. El amor es el que dirige todos los medios de santificación, el que los configura y los lleva a su meta.
Los santos, hasta que no alcanzan la meta definitiva, también necesitan conversión y renovación. El sendero de la santidad está cuajado de dificultades, pero es un caminar, decidido y confiado, tras las huellas de Jesucristo.
Cuando la Iglesia canoniza a algunos fieles, proclama solemnemente que han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios. El Espíritu de santidad sigue vivo en la Iglesia, sostiene la esperanza de los cristianos. De este modo se propone a los santos como modelos e intercesores. Son referentes, como estrellas que acompañan y orientan en el camino. También ruegan por nosotros y su intercesión resulta alentadora y eficaz.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca.