Emaús (18-4-2021)
EMAÚS
Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
Como los dos discípulos que se pusieron en camino hacia la aldea de Emaús, también nosotros podemos transitar por un sendero de huida. Nos alejamos de Jerusalén cuando damos la espalda a la vida que hemos compartido con Cristo. Nos alejamos de Jerusalén cuando conversamos sobre lo que allí ha sucedido, sintiéndonos decepcionados y afligidos.
Nos complace más contemplar admirados los milagros de Jesús. Nos gusta el relato de la conversión del agua en vino nuevo y abundante. Nos tranquiliza el relato de la multiplicación de los panes y los peces, o el momento en el que Jesús increpa a los vientos y al mar, y sobreviene una gran calma en medio de una fuerte tempestad.
Escuchamos con agrado las palabras que pronuncia Jesús sobre las bienaventuranzas o cuando nos exhorta a no estar agobiados por nuestra vida pensando qué vamos a comer, ni por nuestro cuerpo pensando con qué nos vamos a vestir.
Pero es preciso participar de una experiencia renovadora, genuinamente pascual. Pascua nos ofrece la oportunidad de experimentar en nuestra vida que Jesús en persona se acerca y se pone a caminar con nosotros.
Aunque nuestros ojos no sean capaces de reconocerlo, Él nos pregunta sobre nuestras conversaciones durante el camino. Con aire entristecido, respondemos con amargura: “Nosotros esperábamos…”. Reconocemos que Jesús es “un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo”, pero no comprendemos que pudiese ser entregado a los sumos sacerdotes y jefes “para que lo condenaran a muerte y lo crucificaran”.
Tampoco creemos a las mujeres que dicen que Jesús está vivo, ni a los que fueron al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres.
Entonces, Jesús nos llama “necios” y “torpes” por no creer lo que dijeron los profetas. Y Él mismo, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, nos explica lo que se refiere a Él en todas las Escrituras.
Nuestro corazón arde mientras Jesús nos explica las Escrituras. Sus palabras suenan llenas de vida y de luz. En ese momento, deseamos que Él se quede con nosotros, porque sin Él atardece en nuestra vida y las tinieblas nos pueden rodear de nuevo.
Cuando Jesús se sienta a la mesa con nosotros, toma el pan, pronuncia la bendición, lo parte y nos lo da, se nos abren los ojos y lo reconocemos. Y decimos: “Es verdad, ha resucitado el Señor”, porque lo reconocemos cuando nos habla por el camino, cuando nos explica las Escrituras y al partir el pan de la Eucaristía.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+Julián Ruiz Martorell, obispo de Jaca y de Huesca